Por María Luisa Rubio
No pocas agencias, instituciones y organizaciones nacionales e internacionales han señalado la corrupción como uno de los principales enemigos de la democracia. La relación es simple: Para que una democracia sea funcional se requiere que las instituciones y personas en las que tiene su realización, sean confiables.
Sabemos que tal confiablidad suena de risa loca en nuestro país, no solo si atendemos a los comentarios escuchados a la pasada en casi cualquier ámbito, si además consultamos los índices realizados por las agencias especializadas.
La reciente publicación del Índice de Percepción de Corrupción elaborado por Transparencia Internacional, coloca a México en el número 95 en una medición de 186 países del mundo, y en el número 11 de América Latina, con una puntuación de 35 sobre 100.
Sin embargo, mediciones van y vienen sin mucha resonancia más allá de los círculos de enterados, ocupados o preocupados, y cuando se comenta el tema (si se comenta) las respuestas suelen ser descorazonadoras: “pues sí, ya lo sabíamos, no es nada nuevo”, o peor aún, y más alarmante: “así son las cosas, para qué te desgastas”.
Prevalece la sensación, rayana en el cinismo, de que la corrupción nos es consustancial, de que la traemos en nuestros genes y que, pues, ni modo. Ya lo dijo el hombre de Los Pinos: “la corrupción es cultural”, como si la cultura fuera algo dado, grabado en un monolito, y no una construcción cotidiana, es decir, modificable.
Una primera cosa que habría que hacer es adquirir la certeza de que la corrupción no es “normal” ni “un mal necesario”, entenderlo, y hacerlo extensivo en nuestro entorno. Pocas cosas hay más perniciosas que la naturalización de los males, pues pocas cosas son más efectivas que la censura social. Una sociedad que mira mal al corrupto en lugar de aplaudirlo, festejarlo o emularlo, tiene ya la vacuna en las venas.
Larga y tímida ha sido la historia de nuestro país en el tema del combate a la corrupción (recordemos la “Renovación moral” en el sexenio de Miguel de la Madrid). Sus capítulos más importantes se han escrito gracias al impulso de la sociedad civil, y esta semana se verificará un avance importante: quedará en firme la obligación para todos los servidores públicos de publicar su “3 de 3”, esto es, las declaraciones patrimonial, de impuestos y de intereses.
Las primeras dos declaraciones (patrimonial y de impuestos) son obligatorias desde hace varios años, y son una forma de monitorear que la riqueza patrimonial corresponda a las percepciones de los servidores públicos.
Digamos que un empleado delegacional percibe $25,000.00 mensuales, y que ha prestado sus servicios en el mismo cargo durante tres años. Esto arroja un total ingreso total de $900,000.00. Si ese servidor público, al final de su encargo, ha adquirido bienes que superan esa cantidad, sería un indicio de corrupción. De igual manera, la declaración de impuestos permite darle seguimiento a los ingresos y egresos de los servidores públicos, además de garantizar que no utilizan su cargo para evadir responsabilidades fiscales.
La novedad es la declaración de intereses. ¿Recuerdan aquel viejo escándalo en el que estuvo envuelto Diego Fernández de Cevallos, cuando su despacho litigaba en contra del Estado mexicano, siendo él senador? ¿O el más reciente del gobernador que benefició sus ranchos con la construcción de una presa ilegal? ¿O ese otro gobernador que fundó un banco? ¿O…?
La iniciativa 3 de 3 es un esfuerzo loable que hay que seguir. Exijamos a los funcionarios que hagan públicas sus tres declaraciones, y démoles seguimiento.
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