“Los capitalinos nos contagiamos de la atmósfera que nos va invadiendo conforme pasamos del frío al calor, del estío agobiante a las lluvias otoñales o de las heladas matutinas a la resolana del mediodía, y lo manifestamos de diversas formas, en particular en nuestro trato con los demás”.
POR OSWALDO BARRERA FRANCO
A ver, ¿qué pasa con estas temperaturas primaverales que se sienten desde mediados de febrero? Ya hay estimados cercanos a los 30 grados Celsius, cuando hace menos de dos meses estábamos, bien abrigados, celebrando el inicio del año. Y no es la primera vez. De hecho, es evidente desde hace tiempo que los calores comienzan a sentirse incluso a mitad del invierno, por lo que ya no es posible confiar en la floración de las jacarandas y el dulzor de los mangos para darle la bienvenida con entusiasmo a una nueva estación. ¿Y por qué tanto problema?
No hay que olvidarlo, “febrero loco y marzo otro poco” es la consigna de estos días. En la temporada más seca del año, cuando los vientos solían hacer de las suyas, nos preparábamos para aquellas tolvaneras apoteóticas que cubrían las calles y nos hacían cerrar ventanas y ojos; sin embargo, ahora nos encontramos con cielos azules y atardeceres caleidoscópicos que son el preludio de inversiones térmicas, con las que hemos lidiado desde hace mucho, pero que ahora ocurren precisamente por la falta de viento para dispersar los contaminantes y el aumento anticipado de la temperatura.
Es cierto, al menos en esta ciudad, que estamos en latitudes tropicales y no tenemos un clima extremoso como en otros lugares, pero este adelanto de la primavera no deja de ser desconcertante para quienes llevamos toda la vida acostumbrados a los humores de la capital del país. Y es que, hablando de humores, los capitalinos nos contagiamos de la atmósfera que nos va invadiendo conforme pasamos del frío al calor, del estío agobiante a las lluvias otoñales o de las heladas matutinas a la resolana del mediodía, y lo manifestamos de diversas formas, en particular en nuestro trato con los demás. Pareciera que dependemos del estado del tiempo para justificar nuestro estado de ánimo. Nos alegramos cuando el viento helado da paso a ese calorcito que nos hace caminar con más brío, hasta que se vuelve un bochorno insoportable que nos derrite las ideas y nos hace guarecernos bajo cualquier sombra.
La honrosa y en su tiempo acogedora Ciudad de México, en buena parte, es una isla térmica rodeada de montañas que alguna vez fue una verdadera isla en medio de un lago, el cual regulaba la temperatura de aquel añorado valle de chinampas, canales y palacios. Ahora, el asfalto, el concreto y el vidrio la han convertido en un páramo urbanizado, ya sea helado, por la sombra de altos edificios y los corredores de viento que se forman entre ellos, o infernal, debido al calor atrapado y reflejado por las aceras y las fachadas. Y digo en buena parte porque aún hay oasis en ciertas zonas, sin tener que salir de los límites de la ciudad, para refugiarnos ante las inclemencias del incierto tiempo que nos pudiera tocar.
Los barrios de la móvil periferia, donde algunos privilegiados llegaron a construir sus solares para hallar sosiego lejos de las calles del centro, convivían con los habitantes arraigados ahí por generaciones y así crearon comunidades que dieron origen a colonias hoy por completo insertas en la trama metropolitana. Rincones como la Álamos o la Portales, en la alcaldía Benito Juárez –cuyos nuevos vecinos usaron la antigua Calzada de Tlalpan como vía de comunicación e instalaron ahí sus casas de una o dos plantas, con pórticos y jardines–, o la Del Carmen, en Coyoacán, en las márgenes del río Churubusco, hoy ven perdida esa identidad pueblerina a costa de desarrollos inmobiliarios anónimos y ajenos al dinamismo que en su tiempo impulsó a colonias como la Narvarte, que aún mantiene, a pesar de todo, ese ambiente vecinal integrado en el que sus habitantes interactúan y se conocen.
Con el tiempo, para encontrar otros oasis citadinos hubo que irse más al sur, más allá de Coyoacán y Taxqueña, hacia los amplios terrenos de Coapa y Xochimilco, por ejemplo, donde aún era posible confiar en la regularidad del clima, entre maizales y vestigios de chinampas que se negaban a desaparecer, hasta que nos olvidamos de ellos. Entre esos terrenos yermos crecí y salí de ahí ya como un adulto, cuando el clima y el entorno se transformaron, en un recorrido contrario al que mis padres hicieron: de vivir en la entonces delegación Benito Juárez, nos alojamos por un tiempo en Coyoacán para después instalarnos definitivamente en Coapa, donde permanecí casi 30 años antes de regresar por una temporada a tierras coyoacanenses y encontrar después mi lugar de residencia, no sé si definitivo, en la ahora alcaldía juarense.
Y en ese recorrido del centro al sur y del sur al centro he visto cómo, además de las calles y los edificios, ha cambiado el humor de los lugares en los que he vivido, junto con ese esbozo de clima que, aunque a veces es reconocible, en otras resulta por completo extraño. Así, hay quienes ven con agrado que las jacarandas florezcan antes y que las mandarinas dejen paso a los mangos con semanas de antelación. El problema radica en que, ante estos cambios constantes, los recuerdos que formemos, como el clima, se vuelvan efímeros e inasibles, hasta llegar a desconocerlos.
comentarios