El cura desapareció varios días, se afirma que haciendo penitencia por el alma de los jóvenes, aunque hubo malévolos que aseguran que lo hizo por miedo a la furia de las dos familias.
POR CARLOS FERREYRA
En la calle principal de Puruándiro estaba la botica del tío Maldonado, también su consultorio y una modesta, rústica, elemental sala de operaciones.
La calle, hace poco más de 70 años, era Guerrero y el número 16. Repartía mis vacaciones entre la botica y cerca, a la vuelta la granja de la tía Lupe, una de las mujeres más hermosas que vi en mi vida.
Ella engordaba puercos que enviaba a México, como conocíamos a la capital. Allí entre alimentar a los animales, casi todos enormes, con un pelaje áspero y regarles salvado y agua a las gallinas, degustaba el lechoso sabor del alimento aviar y la consistencia de los garbanzos porcinos.
Ambos alimentos me agradaban mucho y aún los recuerdo con nostalgia. Nunca sufrí un desajuste gástrico por tales manías.
A determinadas horas caminaba hasta la botica, donde el médico atendía y extendía unas recetas dignas de las tumbas egipcias. Por arte y magia de Birlibirloque, de la Madre Matiana o de San Judas el Petatero, a pesar de apenas cursar la primaria, me era dable la interpretación de los jeroglíficos.
Eso me calificó para que en tanto el doctor Maldonado seguía atendiendo enfermos, entre el mostrador y el enorme aparador donde brillaban los albos recipientes de porcelana donde un letrero garigoleado y una reproducción de una planta, ilustraba el contenido.
Cuidadosamente, con unas pincitas, tomaba las pesas casi microscópicas, colocaba en uno de los platillos de la balanza el papel encerado y luego las cantidades previstas en la receta.
Uno tras otro se sumaban los elementos medicinales y después se vertían a una botella con agua muy pura. El punto final, la posología:
Con la letra más clara posible y con plumilla y manguillo, anotaba las indicaciones, una cucharada cada equis horas por zeta número de días. Observar cambios y mejorías y volver al consultorio.
No existía la medicina como hoy, así que cada médico hacía su combinación de elementos, casi en totalidad vegetales y formulaba las dosis.
Para llegar a Puruándiro se trepaba uno en camiones de pasajeros totalmente de madera, con bancas laterales y el centro libre para colocar toda suerte de productos.
En la frecuente situación de transportar animales, los amarraban y los colocaban en el techo del camión. Si gallinas, enjauladas, si marranos, pequeños becerros, chivos o borregos, amarrados con las cuatro patas, juntas y tumbados.
El recorrido de varias horas que actualmente sólo lleva entre dos y tres horas, era intransitable en tiempo de lluvias. Todo el sendero era de tierra muy roja y resbalosa con simple humedad. Tierra charandosa que pintaba igual el agua de riachuelos y arroyos.
Anualmente el pueblo tiene una celebración religiosa que comparten con sus muy cercanos vecinos de Villachuato. El acto central es la procesión, la virgen en andas que recorre de punta a punta la población. Un par de horas.
Entre las familias más prominentes de ambos pueblos había una disputa con varias víctimas fatales. El cura del lugar, inspirado por efluvios celestiales decidió terminar para siempre con tales odios.
Convocó a los primogénitos de cada una de las casas en disputa. Tras un rollo que le sugirió algún ente divino, los convenció de acompañar la marcha de la efigie sagrada, protagonizando la lucha del bien y del mal.
Uno sería un ser surgido de los antros infernales y el otro encarnaría al descendido de las alturas celestiales.
Llegó el festejo, que presenciábamos en la puerta de la botica, dos callejuelas previas al arribo a donde depositarían a la santa.
Al cura, sagrado varón al que le fueron negadas las luces de la inteligencia, nunca le pasó por la mente el peligro de los machetes en las manos del ángel y del demonio.
Exactamente afuera de la botica, el ángel le dio un planazo al diablo que respondió igual. El siguiente golpe fue con filo, pero más hábil en el manejo del arma, en tres movimientos el ángel se fue al demonio.
O la realidad se impuso y ganaron las fuerzas oscuras que salieron pitando hacia el cerro. Se organizaron dos grupos, unos buscando al ente del averno, y otro para impedir su captura o ejecución.
El cura desapareció varios días, se afirma que haciendo penitencia por el alma de los jóvenes, aunque hubo malévolos que aseguran que lo hizo por miedo a la furia de las dos familias.
Apenas cayó al suelo el Mensajero del Señor y emprendido las de Villadiego, en este caso las de Villachuato el tenebroso ente, Maldonado ordenó que lo levantaran y lo llevaran a la mesa donde auscultaba.
Lo miró cuando le quitaron el baturrón divino y dictaminó: nada qué hacer éste ya se murió.
Del vientre plano del joven se levantaba un blancuzco globito. Por los lados podían percibirse sus intestinos u órganos parecidos.
Permanecimos allí hasta que las mujeres del clan perdedor se acordaron que tenían un petateado a su disposición.
Debió llegar de emergencia un sacerdote de otra parroquia para darle los santos óleos al muertito y para una misa de cuerpo presente.
La temblorina me duró como tres días…
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