Esta metrópoli aún tiene qué ofrecerles a aves, reptiles, mamíferos y demás animales que, originarios o no, podemos encontrar de repente entre torres cada vez más altas.
POR OSWALDO BARRERA FRANCO
Recuerdo bien las vistas de aquellos grandes espacios abiertos, hoy ocupados por edificios anodinos y plazas comerciales que se transforman y reproducen cada cierto tiempo, que abundaban en los alrededores de Coapa. Decir que vivíamos en los suburbios era tan sólo una forma elegante de referirnos a aquellos descampados en los que aún se plantaban milpas y podíamos encontrar una enorme variedad de fauna que era todo menos citadina. Así, en medio de maizales y terrenos cubiertos de girasoles, con anuncios de los nuevos desarrollos que se construirían pronto ahí, no era raro ver un gavilán sobrevolando pacientemente un grupo de vacas y ovejas mientras salíamos a buscar renacuajos.
Y, no obstante aquel paisaje, éramos parte de la gran ciudad, de la capital que presumía de ser la urbe más grande del mundo y cuyo centro quedaba a más de una hora de camino en transporte público; de aquella mancha imprecisa que seguía extendiéndose, como si se hubiera derramado de alguna vasija prehispánica gigante, sobre campos de cultivo, canales y chinampas que encontraron su último refugio en Xochimilco y Tláhuac, delegaciones en ese entonces todavía más rurales que Coapa, pero en la que aún había granjas donde comprar huevo y leche, mientras que en las calles recién pavimentadas solíamos ver pasar caballos con paso sosegado guiados por sus jinetes.
Con ese entorno campirano, nos encontrábamos en un mundo aislado, ajeno a los congestionamientos y los cielos contaminados, rodeados, muchas veces sin ser del todo conscientes de ello, de una naturaleza que poco a poco iba perdiéndose por culpa del implacable desarrollo –puro concreto, tabique y cristal– que llenaba de monotonía cada vez más lo que había sido un colorido entorno. El ruido de los automóviles y los gritos de los vendedores en puestos improvisados aún no ahogaban los susurros cotidianos de aquel tranquilo campo a nuestro alrededor. Y en medio de ello, una fauna peculiar nos acompañaba con sus propias melodías, con sus trinos, siseos, zumbidos y ladridos a lo largo del día.
Hoy ya no encontramos a muchos de aquellos protagonistas que deambulaban por aquellos rumbos cada vez más urbanizados. Sin embargo, aún es posible ver algunas golondrinas desorientadas que despiden el verano, pero perdimos a los gavilanes y los pájaros carpinteros; una que otra lagartija toma el sol antes de escabullirse de nosotros; hace mucho que en los charcos lodosos que quedan después de la lluvia ya no encontramos ranas y renacuajos, así como aquellos pequeños insectos de patas traseras largas que se sumergían cuando uno se acercaba; los murciélagos se han marchado, como también los chapulines, azotadores, mayates y demás escarabajos que abundaban en los terrenos baldíos. Es cierto que, por fortuna, los perros callejeros ya no recorren las calles en pequeñas manadas (quiero pensar que todos fueron adoptados y ahora prefieren pasear con sus dueños) y que las ratas no son más que un mal recuerdo.
Cuando uno piensa en un ambiente citadino, difícilmente se puede asociar con vacas o gallinas en los jardines. Más bien, nos hemos acostumbrado, además de a la compañía de perros y gatos en nuestros hogares, a la fauna que nos encontramos con regularidad en plazas y parques, pero que en su mayoría no es originaria del valle de México, como palomas y gorriones de origen español o zanates de la costa del Golfo, que, como los eucaliptos y jacarandas, llegaron de otros lugares para hacernos sentir un poco más acompañados y darle a nuestra urbanidad cierto aire de naturaleza perdida y añorada, de evocaciones de otros tiempos más verdes y diversos.
Ahora, rodeado de construcciones que impiden ver los campos que aún quedan en el horizonte, desde la azotea del departamento donde vivo y que hasta hace unos cuantos años compartía con Picco, mi compañero felino por casi una década, trato de avistar alguno de esos gorriones invasores a los que mi gato llamaba tratando de imitarlos, y que, por supuesto, nunca le hicieron caso. Uno que otro aparece, se posa por unos segundos en el tendedero para la ropa y alza el vuelo con total indiferencia.
Los gorriones en esta ciudad ya no temen que algún gavilán los ataque, eso queda en manos de la contaminación y el calor, y es frecuente ver cómo se acercan a nosotros cada vez más confiados en busca de algunas migajas de pan, como solía alimentarse a las palomas en el centro de Coyoacán, cuando aún había palomares en los árboles del Jardín Hidalgo, pero que fueron retirados por considerarse que las colúmbidas se habían vuelto una plaga, al igual que las ardillas que suelen pasar de un árbol a otro en los Viveros o por los cables que atestan nuestras calles.
A pesar de todo, esta metrópoli aún tiene qué ofrecerles a aves, reptiles, mamíferos y demás animales que, originarios o no, podemos encontrar de repente entre torres cada vez más altas. Podemos salir a pasear con nuestros perros, con correa eso sí, o quedarnos en casa acariciando a nuestros gatos (una de mis actividades preferidas), ajenos a lo que ocurre frente a nuestros ojos, pero, si los abrimos bien, quizá descubramos algún bicho nuevo que ha estado esperando en las sombras para hacerse notar.
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