Libre en el Sur

Anotaciones de memoria

Ese ciclo de encuentros, desencuentros e intento de reencuentro es como la gota de agua que con los años erosiona la piedra, haciendo un surco. Por eso aun en medio de los innegables rezagos, esa cimiente es cada vez más nombrada y nombrable.

POR IVONNE MELGAR

El oficio de reportera te inunda de apuntes que nunca llegan a ser ni siquiera eso.

Una mirada de respiro cuando el paisaje nos aturde con la naturaleza apenas domada por hombres y mujeres que sobreviven en la sierra nayarita.

El gozo irrepetible de un pescado sobre hojas de plátano en el ocaso del mercado interminable de Juchitán, un sábado casi de noche.

La sonrisa de los niños en la Montaña de Guerrero, esperando que las computadoras lleguen a sus salones de clase. Y el caldo más perfecto jamás probado que hierve en la cazuela del mejor comedor del que tenga memoria.

La pulsera de chaquira que me traje de la gira con los huicholes, el instante de esplendor en Cuzco un viernes de cobertura presidencial, la reverencia obligada a Rosario Castellanos en Comitán imaginando cómo esa genia escribió Balún Canán y la luminosidad de la tarde en Antigua Guatemala persiguiendo a Rigoberta Menchú Tum.

Estampas que se quedan para siempre aun cuando en su momento parecían incidentales, prescindibles.

Sí, el encuentro de ese amasijo de belleza, dolor, memoria, deuda y querencia que son nuestros pueblos originarios cala y marca sin encontrar en la conciencia y en nuestra vida colectiva el acomodo justo, ese que integre y sane heridas centenarias y nos concilie.

Y aunque carezco de una opinión documentada sobre qué tanto hacemos o dejamos de hacer ahora para lograr ese reencuentro pendiente, tengo en la libreta de los recuerdos algunos que ilustran, con la mesura del tiempo, la cimiente indígena que igual punza en los rituales de todos, en los esporádicos comunicados del EZLN, en las reglas electorales que buscan garantizar su representación política, en los reivindicados rebozos, blusas tejidas y diseños de moda, y en la evidente efervescencia culinaria de la comida mexicana que fusionó chiles con puerco, quelites con queso, nopales con huevo, chapulines en inventos llamados gourmet y aguacate con todo.

Ese ciclo de encuentros, desencuentros e intento de reencuentro es como la gota de agua que con los años erosiona la piedra, haciendo un surco. Por eso aun en medio de los innegables rezagos, esa cimiente es cada vez más nombrada y nombrable.

Es así para México y para los pueblos procedentes de culturas milenarias. Y es también una experiencia personal que cimbra cuando este encuentro no se da con el nacimiento.

Sucedió así con nuestra llegada a México en noviembre de 1978 y nos deslumbró el colorido del cempasúchil en los días de muertos, las ofrendas que entonces se colocaban en algunas familias y que hoy son ritual de todas las que están cerca, y de la mía incluida.

El contraste fue descomunal porque habíamos crecido venerando las raíces náhuatl de El Salvador como asunto del pasado, sin experimentar nunca la exaltación que aquí encontramos de lo azteca y su imperio mexica.

Nos sentimos eufóricas cuando conocimos los tianguis y su desbordante oferta de frutos, verduras, carnes, gorditas, tacos, quesadillas, ropa, zapatos, maquillajes, bisutería, calcetines. ¿Un mercado ambulante y sobre ruedas? Sí, en aquel Distrito Federal seguía vigente la mitología del águila sobre el nopal y para una extranjera, aun compartiendo costumbres y códigos mesoamericanos, el sello cotidiano de los pueblos originarios no resultó indeleble.

En las primeras vacaciones fuimos a Pátzcuaro y a la isla de Janitzio y entendimos que la Danza de Los Viejitos no era una escenografía de disfrazados, sino el baile de muchos. Y si en las trajineras de Xochimilco aprendimos que la pasión por las flores venía de la ciudad de las chinampas, en los trayectos del Metro y el trolebús descubrimos el sincretismo de los nombres mexicanos (Juanacatlán, Popotla, Mixcoac, Magdalena Mixihuca, Xotepingo, Tlahuac) y que la universal envidia a los pájaros tenía sede en Los Voladores de Papantla que admiramos en la entrada del Museo de Antropología e Historia.

Vendrían después los años privilegiados de la UNAM, la apología que de los pueblos originarios nos compartían los maestros en CCH Sur y en la Facultad de Ciencias Políticas, donde Sabrina Gómez Madrid y Citlali Berruecos cantaban en zapoteco El feo.

Ya en el ajetreo del oficio de periodista pude palpar los pleitos que rondan las alegorías del origen: el regateo del reconocimiento a una Rigoberta que con el Nobel de la Paz encima nunca consiguió el voto de los suyos, porque no le perdonaran la osadía; el fervor de miles en México hacia el subcomandante Marcos y la épica caravana que en los primeros años del milenio nos tocó cubrir como extasiados cronistas; un desayuno con encapuchados del EZLN en la sala central del periódico Reforma; el debate de Xóchitl Gálvez, primera funcionaria de la Comisión de Pueblos Indígenas, en el foxismo, con el senador Diego Fernández de Cevallos que, junto con Manuel Bartlett, se negaban a que la ley correspondiente reconociera las consultas; y el valiente testimonio de Eufrosina Cruz en contra del victimismo y su relato de la niña que, con su profesor de primaria, supo lo que era “oler bonito”.

La reporteada también me tapizó la conciencia de las paradojas del esplendor curtido en la miseria de las sierras; en la alegría del niño al recibir una bicicleta que le ahorraría 7 horas de caminata para llegar a la escuela; en el llanto de una mixteca confesándole a la funcionaria que quiere huir del incesto de su marido y salvar a sus hijas; y en el bastón de mando y los collares de flores que las comunidades indígenas entregan en señal de respeto y esperanza cuando las visita el presidente. El que sea. Todos lo han hecho igual. Y de casi todos han esperado el milagro.

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