‘Ése fue mi despertar al mundo de la política. Me imaginaba que todo era pasión y que la gente, alguna gente, aceptaría cualquier sacrificio en favor de su candidato’.
POR CARLOS FERREYRA
Mi primer contacto consciente con un acto electoral fue cuando Adolfo Ruiz Cortines compitió y ganó.
Apenas asomaba mi cara por el primer año de la Escuela Secundaria para Varones, dependiente de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
Ya podía considerarme casi adulto, ya era nicolaíta y era tiempo de que empezara a interesarme por la vida política de mi ciudad, Morelia.
Hasta entonces vivamos en una plácida burbuja tricolor, rota muy esporádicamente cuando, por ejemplo, apedreaban el coche del tío Leopoldo, con sus enormes rodetes priistas en portezuelas, cofre y cajuela.
Los votantes de los alrededores se la cobraban, porque entre sus tareas partidarias, le correspondía secuestrar camiones y repletarlos, a fuerza, de quienes asistirían a los mitines del gobierno o de los aspirantes.
El letrero que simplemente decía Adolfo Ruiz Cortines fue colocado con toda la prosopopeya que merecía tan fastuoso ingreso a la modernidad.
Algo que doblaba de risa al tío y contertulios, era el episodio del volquete de materiales cuyo chofer estaba al borde del infarto, furioso porque interrumpían su trabajo y, obvio, su utilidad.
En una ranchería vecina metieron hombres, mujeres y niños. Casi todos felices porque conocerían la capital, les regalarían el bastimento, paletas heladas y los regresarían al comenzar a pardear la tarde.
Entre reclamos y sin poder contener bien su furia, al camionero al llegar a la plazuela de Carrillo donde recibirían al candidato, le ordenaron descargar a los viajeros.
Sin más, jaló la palanca, la caja se elevó y entre gritos de dolor, llantos de niños y mujeres asustadas que no atinaban a atender al marido o al hijo, la policía intervino y detuvo al cafre.
El hombre se defendía señalando al tío y diciendo que “el me dijo que descargara, yo sólo obedecí”.
En otros camiones llevaron a los lesionados al hospital, no había Cruz Roja y mucho menos ambulancias. Enérgicas las autoridades ordenaron al chofer a largarse a su pueblo pero, como castigo ejemplar, no le pagaron la gasolina, pago que exigía el camionero.
En la Calle Real, la Avenida Madero la principal de la antigua Valladolid, colocaron un espectacular anuncio. Eran letras de vidrio que brillaban como focos. Una maravilla desconocida por esos lares.
El letrero que simplemente decía Adolfo Ruiz Cortines fue colocado con toda la prosopopeya que merecía tan fastuoso ingreso a la modernidad.
De un lado de la calle, un comercio y del otro el edificio que en la planta baja alojaba al PRI, atrás, la Imprenta Carrasco, una de las empresas más beneficiadas por el sistema tricolor.
En el piso alto y del lado de las calles Madero y la vuelta, Pino Suárez, la Contaduría mayor de Glosa, donde se manejaba el presupuesto estatal y municipal, así, juntitos.
La parte interna la ocupaba la Cámara de Diputados. Todo un jelengue, a la imprenta no le cobraban alquiler, el teléfono lo cargaba a los legisladores y de la electricidad se ocupaba la Contaduría.
Previo a la visita del candidato oficial, se organizó la recepción para el general Henríquez Guzmán. Los simpatizantes del militar, que perdió pero quedó como uno de los más importantes constructores de obra publica, fueron dotados de varas de caña muy largas.
En camiones de redilas circulaban por la calle principal y alzaban sus carrizos. La modernidad pronto quedo hecha añicos, y la calle tapizada de trocitos muy finos del vidrio.
Ése fue mi despertar al mundo de la política. Me imaginaba que todo era pasión y que la gente, alguna gente, aceptaría cualquier sacrificio en favor de su candidato.
Pero estaba en Michoacán, oficialmente De Ocampo, en realidad De los Cárdenas. Y si el hombre de Jiquilpan no decía lo contrario, todo se aceptaba de buen grado…
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