En esta segunda parte del reportaje, se describe cómo entre 1974 y 1979 los cuerpos de al menos 350 disidentes políticos fueron lanzados al mar en los llamados “vuelos de la muerte” ordenados por el Ejército, según se desprende de una investigación interna realizada por la Sedena.
JOSÉ REVELES Y JACINTO RODRÍGUEZ MUNGUÍA/ FÁBRICA DE PERIODISMO
Las bitácoras completas de los aviones Aravá a los que ha tenido acceso Fábrica de Periodismo no dejan lugar a la imaginación: en cinco años (1974 y 1979) el Ejército mexicano realizó al menos 54 vuelos nocturnos de la muerte, una operación mediante la cual cientos de mujeres y hombres que habían sido ejecutados momentos antes con un disparo en la nuca fueron lanzados al océano Pacífico, aun cuando algunas todavía vivían.
Con base en documentos de una investigación militar celosamente guardada durante más de 20 años, que incluye testimonios directos de los militares que participaron en ese tipo de vuelos, es posible acercarse por primera vez al número real de guerrilleros y disidentes políticos ejecutados extrajudicialmente por el Estado mexicano durante esos años de la Guerra Sucia.
Los testimonios y los registros de los vuelos dan cuenta de que al menos 350 personas fueron arrojadas al mar, a unas 50 millas al norte de la Base Aérea Militar #7 de Pie de la Cuesta, en Guerrero. Personas a las que sus familias y seres queridos nunca más pudieron abrazar, de las que no conocieron su destino final.
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Es miércoles 27 de junio de 2001. Los peritos del Ejército mexicano arriban poco después del mediodía al hangar que ocupa el Escuadrón 301 en la Base Aérea Militar de Santa Lucía. Ahí se localizan cuatro aviones Aravá de fabricación israelí.
Los han comisionado para que vayan y traten de obtener vestigios hemáticos en el piso del avión marcado con la matrícula 3005. La prueba podría resultar infructuosa, dado que la aeronave ha sido pintada por dentro y por fuera en fecha reciente y la sangre cuya presencia se busca entre láminas y tornillos habría sido derramada allí al menos 25 años antes, cuando cientos de mujeres y hombres fueron lanzados al mar desde ese avión en vuelo.
El grupo de agentes del Ministerio Público Militar que revisa el Aravá ordena una recreación lo más precisa posible de ciertos hechos en presencia del mecánico retirado Margarito Monroy Candia, testigo y partícipe de aquellos vuelos de la muerte.
Soldados de estatura mediana reciben la orden de acomodarse en el piso. Lo hacen y se confirma que, en efecto, una vez abatidos los asientos hacia las paredes del pequeño avión, en el espacio resultante caben ocho cuerpos en forma transversal, tal y como se colocaban los cadáveres todavía sangrantes de personas que momentos antes habían sido liquidadas con un tiro en la nuca.
El sargento primero auxiliar de laboratorista Miguel Antonio Pérez Velázquez, por su parte, una vez que ha retirado las cinco láminas de aluminio y madera pintadas de amarillo limón que cubren las tuberías de la ventilación en la base de la aeronave, se concentra en la toma de muestras, tal y como le ordena la autoridad ministerial.
Concluido el peritaje, los militares vuelven a colocar el piso del Aravá.
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Los costales de los que salía sangre
Cuatro días antes de que los peritos busquen alguna huella de la sangre derramada en el interior del Aravá, el teniente coronel piloto aviador Apolinar Ceballos Espinoza, otro de los participantes que dieron su testimonio para la investigación militar, declara ante el capitán de justicia militar Ángel Rosas Gómez.
Cuenta que desde la primera noche del 15 de febrero de 1979 en que fue comisionado a la Base Aérea Militar #7, ubicada en Pie de la Cuesta, luego de hospedarse en el hotel Villa España, en Acapulco, se le ordenó hacer un primer vuelo a las tres de la madrugada.
Y una vez que hacía los preparativos para alistar el viaje, se le indicó que subiera por la puerta ubicada al lado del copiloto, por lo que no vio la parte trasera del avión, pero sintió que había gente caminando y diciendo “este paquete está pesadito” o “éste está ligero”.
Recibió entonces las instrucciones de vuelo: navegar hacia el norte, despegar con luces encendidas, pero luego apagarlas. En viajes posteriores saldrían desde un principio con las luces apagadas.
El avión recorrió unas 50 millas hasta que alguna de las personas que venían atrás dijo “que ahí estaba bien” y se le ordenó bajar primero la altitud a unos 500 pies (160 a 170 metros) y luego la velocidad a 115 o 120 nudos.
Apolinar Ceballos recuerda bien que se escuchaba que atrás arrastraban bultos y después de un ratito, alguien gritó “listo”, por lo que la tripulación enfiló de regreso a la base aérea. Al bajar, Apolinar vio una lona azul o verde semidoblada y manchada de sangre en el avión.
Las tripulaciones del Aravá tenían su base en Santa Lucía, Estado de México, y por lo general viajaban de ahí a la Ciudad de México y luego a Pie de la Cuesta, aunque a veces se hacía directamente de base aérea a base aérea.
Una vez en Guerrero, aguardaban a que llegara la madrugada y entonces se repetía el modus operandi: a eso de las tres o cuatro de la mañana se alistaba el avión, los detenidos eran sacados del bungalow, los sentaban frente al mar y los ejecutaban por la espalda de un disparo en la nuca; luego, subían al Aravá los cuerpos de quienes habían sido asesinados minutos antes en la playa.
En ocasiones, desde el Campo Militar Número 1 se trasladaban civiles detenidos a Guerrero. Ese fue el caso del segundo vuelo de Apolinar como copiloto, apenas dos días después del primero. Iban los policías militares, pero ahora llevaban a una mujer y a un hombre vendados y esposados.
Nuevamente a las tres de la madrugada saldrían al mar, pero al entrar por la puerta de carga del avión, esta vez Apolinar vio “cinco o seis costales con algo dentro y de los que salía sangre”, se manchaba la lona y despedía un olor medio raro.
Apolinar iba muy nervioso y tenso por lo que había observado. Por eso seguía “como un robot” las órdenes que le daban, le dice al agente del Ministerio Público Militar.
Ya en vuelo, ejecutó el mismo procedimiento que la ocasión anterior: una vez que les decían que “ahí estaba bien”, debía volar a baja altura, reducir la velocidad, esperar a que los policías militares arrojaran los bultos al mar y, entonces, regresar.
Al acabar el vuelo, Apolinar no se contuvo y habló con su jefe de vuelo, el capitán Jorge Violante Fonseca, a quien le pidió que le dijera la verdad, “que si lo que yo había visto era lo que suponía, cadáveres”.
El piloto se lo confirmó y le dijo que era una misión “muy delicada, que alguien tenía que hacer el trabajo, que alguien tenía que volar el avión y que nos había tocado a nosotros, que no quería que esto afectara mi desempeño y terminó felicitándome por haber hecho bien el vuelo y aterrizaje a pesar de lo nervioso que me encontraba”.
Violante le hizo, además, una advertencia: “Que ya no preguntara, que no era bronca de nosotros, que nosotros no lo hacíamos (asesinar a las personas), pues sólo volábamos el avión”.
Según recuerda, en seis o siete ocasiones se le pidió tripular el Aravá con el fin de lanzar los cadáveres al océano, aunque un par de veces abortó el operativo y se regresaron a Santa Lucía.
Apolinar concluye su declaración. El agente del Ministerio Público Militar procede entonces a hacerle preguntas.
–Que diga el compareciente si había alguna clave para denominar o asentar en la bitácora del avión los vuelos que se hacían para el lanzamiento de cadáveres.
–Hasta donde yo sé, sólo se decía que eran vuelos, que se asentaba en la bitácora, así como el tiempo, la hora de puesta en marcha del avión, la ruta, la hora de apagado de motores, el destino. Cuando hacíamos los vuelos al mar para lanzar los cadáveres, se asentaba como “vuelo local” –responde Apolinar Ceballos, quien ha sido citado para declarar sobre los hechos ocurridos en los años setenta.
Apolinar formó parte como copiloto de la última tripulación que intervino en la operación para lanzar y desaparecer los cuerpos de guerrilleros en las entrañas del océano. Llegó comisionado a la base aérea de Pie de la Cuesta en febrero de 1979, así que le tocó participar durante medio año en esos vuelos.
–Que diga quién hacía las anotaciones.
–El comandante de la nave, aunque en ocasiones yo las hacía –contesta.
–Que diga el compareciente si se daba parte de esos “vuelos locales”.
–Sí se daba parte, mediante radiograma a la Fuerza Aérea, con copia al escuadrón, al de la base aérea de Pie de la Cuesta y otros, en donde se decía la operación de la aeronave, pero no se decía lo que se hacía.
–Que diga el lugar en el que por lo general se lanzaban al mar los cadáveres.
–Era al norte de Pie de la Cuesta, a unas cincuenta millas de distancia, dependiendo de si había o no luces abajo, ya que podría tratarse de un barco.
El agente del Ministerio Público concluye el interrogatorio y Apolinar Ceballos firma al calce su declaración. Regresará en breve a Chetumal, en donde el Ejército lo ha comisionado como comandante del Aeropuerto Internacional de esa ciudad.
Tres días después de que Apolinar Ceballos ha proporcionado detalles de los vuelos de la muerte y mencionado la forma en que los registraban, le corresponde a un compañero piloto rendir declaración ante las autoridades sobre lo ocurrido 25 años antes. Se trata del general de ala Bernardo Huicochea Alonso.
El calendario marca la fecha del 25 de junio de 2001 y ahora le toca atestiguar a él, quien también formó parte de las tripulaciones que piloteaban el Aravá, aunque en su caso lo hizo durante un periodo de tres años, de 1975 a 1978.
A pesar de eso, Huicochea es muy parco en su declaración. Dice que desde que llegó a la base de Pie de la Cuesta trató de no inmiscuirse mucho, ya que “por rumores que corrían en el escuadrón, se sabía que el avión Aravá era utilizado para arrojar gente al mar”.
Insiste en que siempre trató de no enterarse de lo que ocurría. “En verdad siempre evité tratar de darme cuenta de lo que se hacía” e inclusive cuando el mecánico Monroy Candia (compartían departamento por el rumbo de Caleta, en Acapulco) intentaba hacerle comentarios sobre lo que hacían allí, “trataba de desviar la plática hacia otros temas”.
En ninguno de los 25 vuelos de la muerte en que fue parte de la tripulación se percató, según declara a los ministerios públicos, de lo que ocurría en la parte trasera del avión porque mantenía cerrada la puerta de acceso a la cabina, aunque sí escuchaba las voces de los policías militares que allí viajaban, “pero nunca tuve curiosidad de asomarme para ver quiénes eran o qué hacían”.
Cuenta el general Huicochea –asignado en ese momento a la base aérea militar de Zapopan, Jalisco– que a veces se trasladaban detenidos de la Ciudad de México a Pie de la Cuesta, que no recuerda cuántos fueron, quizá unos cuatro o cinco, sin darse cuenta de a qué lugar de la base aérea fueron conducidos.
–Que diga si los vuelos nocturnos que se hacían al mar eran anotados en la bitácora del avión Aravá.
–Que sí, pero se anotaban como “vuelos locales” y se especificaba el tiempo de vuelo, ignorando dónde pueda encontrarse la bitácora.
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Tarde del miércoles 27 de julio del 2001, base aérea de Santa Lucía. El equipo de peritos comisionados por el procurador militar ha confirmado la existencia del avión Aravá matrícula 2005 en el hangar del escuadrón 301 y ha dado fe de que comparte espacio con otras cuatro naves de la misma familia.
Han registrado las medidas de las puertas, los tableros, la dimensión de cada pieza de la nave. Han tomado muestras de posibles huellas de sangre entre los tornillos y hendiduras, entre las placas de acero, y confirmado, con los registros de matrícula, que sí, efectivamente, es el mismo Aravá 2005 en el que se realizaron los vuelos en los que cuerpos humanos eran lanzados al mar del océano Pacífico.
En esa visita, el Ministerio Público Militar, con el apoyo de Margarito Monroy, hizo una reconstrucción de cómo se desprendía la puerta lateral para facilitar la expulsión de los cuerpos y cómo, presumiblemente, se disponían los cuerpos al interior de la nave para luego aventarlos al mar.
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Margarito Monroy se convirtió en una de las piezas clave para acercarse a la verdad sobre lo que ocurrió en esa fase de la Guerra Sucia. Su declaración ocupa 14 hojas oficio a renglón seguido, en las que revela detalles por doquier.
Es difícil seguir un hilo narrativo porque va y viene de un tema a otro, porque hay tanto qué decir, tanto que calló durante los 20 años transcurridos desde 1980 hasta el momento en que se sentó a decir lo que sabía sobre los vuelos de la muerte.
Es junio de 2001 y el mecánico de aviación originario de la Ciudad de México proporciona a los agentes pormenores de esos “traslados”.
Dice que durante el primer vuelo, los generales Acosta Chaparro y Quirós Hermosillo iban platicando entre ellos en voz baja, y en algún momento se dirigieron al piloto para indicarle que “ahí estaba bien”, por lo que “el capitán David disminuyó la velocidad y bajó un poco la altura a la que viajábamos”.
En ese momento, los tres elementos de la policía militar que iban a bordo entraron en acción. “Uno empezó a jalarlos (a los cuerpos) y acercarlos al espacio de la puerta que se había quitado, mientras los otros los tomaban, uno por las manos y otro por los pies, los balanceaban y los empezaban a tirar”.
Unos 20 días después del primer vuelo, Margarito recibió la instrucción del capitán David González de que se preparara para salir otra vez, por lo que a las tres de la mañana revisó el avión. Y se dio cuenta de nuevo de que se llevaba a cabo el mismo procedimiento: “La persona era sacada del cuartito, a unos 20 o 30 metros de donde los ejecutaban, vendada de los ojos y la sentaba en el banquito. Una persona se le acercaba por detrás y le daba un balazo en la nuca”.
La mayoría de las veces, el disparo era letal, pero no siempre, así que el escenario se volvía aún más inhumano. “En ocasiones me di cuenta de que el personal que supuestamente estaba muerto, todavía iba vivo, agonizante, así eran subidos al avión y después los tiraban al mar”.
El fiscal le pregunta entonces si existe algún otro registro de lo que ocurría en los vuelos, Margarito Monroy primero divaga un poco y entonces proporciona un dato directo: dice que en una ocasión subió al avión una persona para grabar video del momento en que tiraban los cuerpos al mar. Pero hubo un contratiempo: la toma se tuvo que repetir porque los filmó “al natural, sin cubrirnos los rostros; se volvió a tomar, pero ya con pasamontañas”.
En esta parte del interrogatorio, el agente de la justicia militar se detiene y le pregunta sobre un aspecto fundamental, sobre el cual se conocen apenas unos cuantos jirones de una verdad deslavada:
–Que diga el compareciente el número aproximado de cadáveres que se tiraron al mar durante su comisión en Pie de la Cuesta.
–Yo calculo –responde Margarito con una estimación apresurada– que entre unos 120 y 150, aunque –aquí se muestra un poco más cauto– para mayor seguridad es necesario checar en las bitácoras y los partes el número de vuelos que se hacían, tomando en cuenta que en ocasiones se llevaban de a ocho muertos, pero a veces eran cinco, seis o siete.
Cuando le corresponde hablar de su propia participación, la memoria de Margarito Monroy entendiblemente se adelgaza. Comenta a los fiscales que participó en unos 15 vuelos para arrojar cuerpos al mar, pero las bitácoras lo ubican como parte de la tripulación en un número varias veces mayor.
Quedaba claro que cualquier aproximación a la verdad sobre la operación para desaparecer los cuerpos de mujeres y hombres pasaba por las bitácoras de los Aravá.
Y las bitácoras mostrarían, exactamente, que esos números eran mucho mayores.
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La verdad está en las bitácoras
Las bitácoras, les había contado ya Margarito Monroy a los agentes, debían elaborarse obligatoriamente porque son parte de la vida del avión, indispensables para conocer su estado mecánico y programar su mantenimiento.
“Los pilotos daban parte a la superioridad, al comandante de la base y yo veía que se elaboraba ese parte, la bitácora, y debían haberse remitido a la Fuerza Aérea o a la Secretaría de la Defensa Nacional, pero en algún lugar deben estar”, detalló Monroy Candia.
Pocos días después de escuchar sobre los acontecimientos y la relevancia de las bitácoras, el Ministerio Público Militar giró un oficio al comandante de la Base Aérea Militar #1 para que le remitiera los originales de los siete tomos de bitácoras de vuelo del Aravá matrícula 3005.
La respuesta fue inmediata. En poco más de tres horas, ya las habían entregado. Y Margarito Monroy fue citado para la mañana siguiente, la del 28 de junio de 2001, con el propósito de que identificara y validara que esas eran las bitácoras que contenían el registro preciso de esos vuelos, quizá la última huella de vida de quienes eran forzados a ser pasajeros.
A las 18:15 quedó registrado el momento de la entrega de los primeros siete tomos, todos ordenados con números romanos. En la entrega-recepción estuvo presente Margarito para confirmar la originalidad de los reportes, además de dos peritos en química y fotografía. El expediente guarda copias de las imágenes de las libretas y de su contenido.
Las siete tienen forma italiana. Van de la carpeta I (26 de abril de 1974) hasta la VII (29 de enero de 1980), pero falta la número II, de diciembre de 1974 a junio de 1975, precisamente un periodo en que el Estado intensificó su lucha contra los grupos insurgentes.
Los peritos hacen en el expediente una descripción técnica de la nomenclatura y la organización en columnas del contenido de las bitácoras: el grado de la tripulación, el tipo de comisión y las condiciones del vuelo.
En las columnas aparecen anotadas además las fechas de vuelo, destino, procedencia, número de aterrizajes, horarios y tiempo de duración.
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54 vuelos de la muerte
Con las bitácoras originales en su poder, y luego de una revisión detallada, los fiscales militares localizan los vuelos en los que participó Margarito Monroy Candia y presentan un reporte minucioso, organizado por número de vuelo, tripulación, fecha, misión, ruta y horarios.
El reporte exclusivamente de esos vuelos ocupa 10 páginas y contiene detalles precisos de las misiones ocurridas a lo largo de casi cinco años, de septiembre de 1974 a enero de 1980.
El listado incluye 217 vuelos en los que estuvo presente Margarito, varios de ellos de la Ciudad de México a Acapulco, algunos a Chilpancingo, de Acapulco a Pie de la Cuesta, o viceversa; al medio día, por la mañana o media tarde, con duraciones muy largas o muy cortas para que encuadren en la operación de los vuelos de la muerte.
Pero muchos sí corresponden a los múltiples testimonios incluidos en la investigación: son nocturnos o poco antes del amanecer, con una duración de 50 a 90 minutos, todos etiquetados como “vuelos locales”.
Esos son los que responden al patrón de los vuelos de la muerte. Y son al menos 54 vuelos de ese tipo, despegando entre las tres de la madrugada y minutos antes de las seis de la mañana, con una duración que se ajusta al recorrido de unas 50 millas náuticas, saliendo de y regresando a la plataforma de la Base Aérea Militar de Pie de la Cuesta.
Más de medio centenar de vuelos con personas ya fallecidas o agonizantes de las cuales nunca más se supo, cuyas familias y seres queridos esperaban un regreso a casa que nunca ocurrió.
Como los mismos testimonios lo dicen, no hubo una pauta temporal para los vuelos. A veces pasaban semanas e incluso varios meses entre uno y el siguiente. Pero también hubo épocas de intensidad criminal en los que había vuelos en días consecutivos.
El mayor número de vuelos en un mes se produjo exactamente cuando empezaron. Septiembre y octubre de 1974 fueron atroces: 16 vuelos de la muerte confirmados en total. Eso significa alrededor de 100 personas lanzadas al mar en un par de meses.
Las rachas de vuelos se presentaron en septiembre de 1974 (días 16, 17, 18 y 20), o en julio de 1976 (1, 2, 10 y 13), o en enero de 1979 (días 6 y 7), por ejemplo.
El concentrado de las bitácoras en 10 hojas es la aproximación más cercana a la verdad sobre uno de los métodos más crueles que utilizó el ejército mexicano para desaparecer a cientos de mujeres y hombres.
A partir de esas hojas, de los dictámenes y de los testimonios de testigos, y lejos de rumores y verdades “matizadas” sin respaldo documental, es posible sostener hoy que el número de personas que fueron arrojadas al mar desde el avión Aravá se ubica al menos en 350, el punto medio resultante del cupo mínimo y máximo de esos vuelos.
Las versiones semioficiales previas son parciales y difíciles de sostener.
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Las insostenibles versiones oficiales
Los primeros datos concretos de lo que antes sólo eran rumores y versiones sobre los vuelos de la muerte surgieron durante el juicio contra los generales Quirós Hermosillo y Acosta Chaparro por narcotráfico y otros delitos vinculados con la delincuencia organizada.
El diario Reforma publicó en octubre de 2002 unos cuantos fragmentos de la investigación por “homicidio calificado” –la justicia militar denominó así los asesinatos y posterior desaparición de cientos de personas en Pie de la Cuesta–, y reprodujo algunos párrafos de los testimonios recogidos por la Procuraduría Militar.
Sobre las bitácoras, la nota del Reforma mencionó su existencia y decía que los vuelos habían ocurrido en un periodo más corto (agosto de 1975 a enero de 1979) y que “presuntamente” se habían realizado 15 viajes para lanzar al mar a 143 guerrilleros y disidentes.
La primera versión sobre el número de personas arrojadas al mar desde el Aravá la difundió el entonces procurador de Justicia Militar, el general Jaime López Portillo, en entrevista realizada en septiembre de 2002 con La Jornada.
En ella, el general López Portillo mencionaba que la investigación se había apoyado en el trabajo hecho por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos a petición del presidente Vicente Fox y en él se daba cuenta de que el último momento en que a 143 personas se les vio con vida ocurrió cuando fueron detenidas por militares.
La segunda ocasión en que se mencionó la cifra de 143 personas lanzadas al mar fue en una nota publicada por Reforma en octubre de 2002, número al que se había llegado pues eran los casos en que existía alguna evidencia de participación militar, además de los testimonios de Gustavo Tarín (expolicía militar y testigo protegido) y del mecánico Margarito Monroy.
Ese fue el único dato disponible de manera semioficial. Durante 20 años alimentó trabajos periodísticos, informes académicos, documentos de gobierno, reportes de organizaciones de la sociedad civil, etcétera.
Ahora, dos décadas después, se tiene por primera vez acceso al contenido íntegro del tomo de la investigación que incluye testimonios, información y documentos clave para acercarse a la verdad de los vuelos de la muerte.
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Posdata: los crímenes siguen impunes
Hasta donde existe información pública, la ambiciosa investigación no logró ubicar un libro con pastas negras en donde se habrían apuntado los nombres de las víctimas ni los videos que se habrían filmado en el avión para documentar, al menos en una ocasión, cómo los cadáveres eran lanzados al mar en pleno vuelo.
La investigación completa tampoco condujo a nada. Ni a los generales Francisco Quirós Hermosillo y Arturo Acosta Chaparro ni al mayor Francisco Barquín se les juzgó por el homicidio y la desaparición forzada de cientos de mujeres y hombres lanzados al Pacífico.
Sí fueron recluidos en la prisión del Campo Militar Número Uno, pero solamente por delitos contra la salud, acusados de proteger a Amado Carrillo Fuentes, líder del Cártel de Juárez. A Quirós Hermosillo se le condenó además por cohecho.
Con un amparo en la mano, Acosta Chaparro salió libre en junio de 2007 y se fue a Los Pinos a servir como asesor del presidente Felipe Calderón Hinojosa en la guerra contra el narco. Se le restituyeron sus grados militares, se le ascendió en el escalafón castrense y se le reintegraron millones de pesos por salarios caídos.
Acosta Chaparro fue asesinado a balazos en abril de 2012, en la colonia Anáhuac de la Ciudad de México, por uno de los dos jóvenes que lo siguieron en una motocicleta cuando iba a recoger su vehículo Mercedes Benz al taller mecánico. Falleció ese mismo día cuando era atendido en la Cruz Roja.
El general Quirós Hermosillo murió de cáncer en noviembre de 2006. Se encontraba en prisión y no alcanzó a cumplir su condena de 16 años de cárcel.
El mayor Francisco Barquín Alonso también murió en prisión, en 2005, a causa de un cáncer.
Aún no se conoce la identidad de las víctimas que fueron asesinadas y lanzadas a las profundidades del mar.
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