STAFF / LIBRE EN EL SUR
Alejandro G. Iñárritu es un cineasta de oído. No sólo porque aprendió a filmar de manera empírica haciendo comerciales, sino también porque considera que su sentido auditivo es más sensible que el de la vista. Se ha esforzado por hacer un cine sensorial, que se escuche, que se toque, que se pueda oler, que llegue a la fibra sentimental del espectador.
Consciente del poder de las imágenes en movimiento en un mundo violento, asegura que “contar la violencia sin medir las consecuencias es inmoral.” De ahí que deplore las series de asesinos seriales y que advierta sobre los riesgos de la excesiva estetización de la guerra.
Inárritu sabe que hay una atracción casi primitiva hacia la guerra y la violencia porque, asegura, los seres humanos somos violentos. Sin embargo, piensa que si se utiliza como un elemento de glamourizacion solamente, no tiene sentido. La violencia es inmoral para quien la ejerce y para quien la ejecuta, por ello piensa que debe ser considerada como un elemento de humanización.
Ante un cine cada vez más violento y racional, el realizador de Birdman (2013) hace una defensa del cine onírico, de aquel que provocaba certezas emocionales brutales como el que hacía Tarkovsky o Fellini: “El cine es agua: océano, charco, río, vapor, nube. Todo es válido, nada es excluyente.”
La mañana de este miércoles, el director de Amores perros (2000), dictó una clase magistral a estudiantes de la Escuela Nacional de Artes Cinematográficas (ENAC). Llena en su totalidad desde media hora antes del inicio del evento, la sala Manuel González Casanova fue el escenario en el que el cuatro veces ganador del Premio Oscar charló con los jóvenes cineastas durante tres horas y media, moderados por la crítica de cine Fernanda Solórzano.
El encuentro, que también incluyó a estudiantes del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC), se dio en el contexto del Doctorado Honoris Causa que le entregará la UNAM el jueves 26 de septiembre, en la Sala Nezahualcóyotl del Centro Cultural Universitario.
A territorio azul y oro, G. Iñárritu llegó de negro y puntual, en involuntaria combinación con Solórzano. Le dieron la bienvenida Manuel López Monroy, director de la ENAC, y Jorge Volpi, coordinador de Difusión Cultural. La autora de Misterios de la sala oscura dirigió la charla haciendo un recorrido cronológico por la filmografía del cineasta chilango.
Aunque un día antes ya le había dicho a Solórzano, por teléfono, que no quería hablar de él, ni de su vida, por ahí comenzó la plática. Dijo al auditorio que nunca estudió cine (derecho y comunicación fueron carreras truncas), pero que había tenido muy buenos mentores. Uno de ellos, al que en varios momentos recordó, fue el director de teatro de origen polaco Ludwig Margules, quien, entre otras cosas le enseñó dos premisas que sigue aplicando en el cine: 1) hay que llegar al set más preparado que los demás, y 2) hay que hacerse tres preguntas: ¿un actor debe estar parado, sentado o acostado?
Este último consejo, que detonó la risa de los presentes, fue explicado por el director de Babel (2005), como una parte esencial de la composición de cada escena. Resaltó que la técnica en el cine es lo más sencillo, no obstante “la batalla (para construir cada escena) está dentro de uno mismo. Eso no se puede enseñar en ninguna escuela.”
Solórzano recordó sus inicios en la publicidad, así como su papel en la renovación de la radio mexicana cuando fue conductor de la extinta estación WFM. Melómano declarado, el director de 21 gramos (2003) confesó que siempre quiso ser músico, pues “tengo mejor oído que ojo”.
“Los músicos se elevan a lo sublime, mientras los cineastas nos arrastramos como cucarachas”, bromeó, antes de aclarar que una de las ventajas de la música sobre el cine es que la partitura puede transmitir no sólo las notas, sino también el ritmo y el tiempo, algo para lo que está limitado el guion.
A pregunta expresa de una estudiante, dijo que el ritmo interno de cada película es lo más misterioso que hay, señaló que cada una de sus cintas está ligada a una música específica, las imagina musicalmente: Amores perros es como el álbum Sticky Fingers de The Rolling Stones, Biutiful es un réquiem y 21 gramos es un jazz fracturado, como de Miles Davis.
Luego de una pausa para satisfacer una necesidad “sanitaria”, el cineasta volvió para, entre puñado y puñado de cacahuates, encontrarse con un público más relajado y participativo, al que le explicó cómo buscaba en los actores un equilibrio entre técnica y vulnerabilidad, una certeza emocional que muchas veces encontraba en la voz, como con Michael Keaton, en la espalda, como con Emilio Echeverría, o ese rostro “como de hijo de la chingada, pero con mirada de niño bueno”, de Gael García.
“He sido una persona incómoda con lo cómodo. Me pasó con el radio y la publicidad. Las cosas estables me dan una sensación de vértigo”, dijo el director de The Revenant (2015), para quien cada detalle es importante. “No sé si a (Jorge) Volpi le pase lo mismo pero así como una palabra puede destruir una línea, un extra puede destruir una escena.”
“Si alguien no está al servicio de la película, tiene que ser ejecutado”, dijo irónico, evocando a Margules. Y en ese mundo dictatorial, la deidad tiene un sitio: “una película se hace o se deshace en el cuarto de edición. Ahí está Dios, está todo.”
Al cumplirse las tres horas de amena charla, ya cuando todos estaban en la misma frecuencia –para seguir el símil radiofónico patentado por el conferencista–, González Iñárritu aceptó conversar media hora más, tras de la cual vino una foto colectiva y un estruendoso goya. El mentor dejó una enseñanza antes de partir: “Hacer una película sin miedo es una banalidad. Hacerla paralizado por el miedo, también. El miedo debe ser su aliado.”
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