“Solía recorrer los alrededores de Plaza Universidad cuando mis amigos y yo conveníamos en ir a las pequeñas salas de cine de la plaza comercial, a jugar boliche o a comer a una pizzería cercana; ahora están rodeados por construcciones cada vez más suntuosas, al menos en apariencia”.
POR OSWALDO BARRERA FRANCO
Aquel dicho, lugar común y poético, el cual asegura que veinte años no es nada, como si el tiempo hiciera uso de una improbable clemencia y volteara para otro lado, es sólo un tango que la mirada desmiente al contemplar lo que ha ocurrido en esta ciudad a lo largo del par de décadas que han transcurrido desde que las páginas de Libre en el Sur salieron de la imprenta por vez primera, motivo para abordar este texto con la correspondiente felicitación por su vigésimo aniversario.
Resulta que, cuando dirigimos la mirada a los testigos que el transcurrir de los años va dejando tras de sí, como náufragos de tormentas cargadas de días inmutables, nos percatamos de que nuestro entorno, aunque reconocible, nos muestra una cara modificada a la que nos hemos acostumbrado a regañadientes y que aceptamos por nuestra afinidad con cierto costumbrismo reciente, que nos hace contemplar lo nuevo con efímera sorpresa y luego con resignación frente a los cambios que a veces nos caen, cual chubascos, de un día para otro.
Así, podemos referirnos a esas veinte circunnavegaciones planetarias al Sol, a ese tránsito inevitable, ya sea por años, lustros o décadas, como mejor nos haga sentir, como nos suene menos “agresivo”; el hecho es que, en esos veinte largos y a la vez fugaces años, la ciudad, al igual que nosotros, ha cambiado y lo seguirá haciendo muy a nuestro pesar o con nuestra involuntaria aquiescencia.
En lo personal, en este lapso que cuento ya por décadas he contemplado y padecido algunos cambios importantes en mi vida. La velocidad de éstos poco tiene que ver con aquella laxitud de la infancia, con la aparente prisa por crecer durante la adolescencia o con la necesidad de encontrar mi lugar, mi permanencia, como un adulto joven recién estrenado a finales del siglo pasado. Ya entrado en el llamado quito piso, advierto que aquellos veinte años, que se veían tan lejanos cuando se tienen treinta, se sienten robados en un santiamén. Lo que antes era una engañosa certeza de tener tiempo para todo, ahora se ha vuelto un correr por no dejarse vencer por él, aunque se sepa perdida la carrera.
El primero de los cambios a los que me refería tiene que ver con el término de una relación muy significativa y a la vez catalizadora de lo que vendría más adelante, es decir, el cambio como una posibilidad real y constante en mi vida, al que no pocas veces he visto como un incómodo intruso en mi zona de confort. Acostumbrarme a ello, a la soledad obligada luego de lo que, para mí, era el final de una búsqueda que abarcó buena parte de mis años desde la secundaria hasta la mitad de mis veinte, significó el inicio de una nueva serie de tropiezos emocionales que sólo se verían más o menos salvados con la relativa estabilidad que trajo la entrada a mi cuarta década. Confío así en haber alcanzado, al menos, cierta serenidad ante la inevitabilidad del cambio.
Y hablando de ello, lo siguiente fue la definición de mi entorno laboral y profesional. Luego de un periodo de mucha incertidumbre, opté por abandonar cualquier intento de congraciarme con la arquitectura y dedicarme de lleno al campo editorial, algo que hacía de forma intermitente desde hacía algún tiempo. Ahora, y desde hace dos décadas, cada día es una página nueva que he de escribir y editar, literal y figurativamente. Los libros, desde entonces, han sido mis acompañantes más asiduos y leales. Ya son incontables las palabras que mis ojos han recorrido y apreciado desde que tomé este camino mucho más amable y placentero, y desde que dejé enterrados, como tumbas olvidadas, planos y maquetas, para bien mío y el de las futuras generaciones.
El cambio final fue de ubicación geográfica, lo que me llevó de los alguna vez rurales terrenos de Coapa –donde, lo admito, disfruté una aparente comodidad por casi treinta años– a las cercanías de Taxqueña, primero, y poco después a la entonces delegación Benito Juárez (hoy alcaldía), donde habito desde hace dieciséis años. Este periplo me ha permitido conocer mejor una ciudad que, mientras permanecí en mi burbuja coapense, fue transformándose de un momento a otro. Atestigüé cómo su perfil se fue volviendo cada vez más alto y esbelto, mientras que los que alguna vez conocí como mis hitos urbanos, cuando llegaba a circular por las calles de la Benito Juárez, habían cambiado de apariencia o desaparecían entre una vorágine de edificios habitacionales y de oficinas.
Lugares como los alrededores de Plaza Universidad, que no me eran ajenos, ya que solía recorrerlos cuando mis amigos y yo conveníamos en ir a las pequeñas salas de cine de la plaza comercial, a jugar boliche o a comer a una pizzería cercana, ahora estaban rodeados por construcciones cada vez más suntuosas, al menos en apariencia. De pronto era fácil confundirse por el vértigo que impone el movimiento continuo de personas en busca de los servicios que ofrecían estos nuevos desarrollos, por lo que muy pronto quedó olvidado, al menos en el día a día, lo que alguna vez fue la vida tranquila de los habitantes originales de pueblos como Xoco o Santa Cruz Atoyac.
Puede que se haya ganado mucho en veinte años, contados en décadas para aligerar un poco la carga, pero no se puede dejar a un lado lo que también se ha perdido, transmutado en un recuerdo que nos acompaña en nuestros cada vez menos ligeros pasos.
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