Libre en el Sur

De cuando las vidas de Buñuel, Botero y Coronel coincidieron en el terruño de BJ

FRANCISCO ORTIZ PARDO

En 1956, Luis Buñuel vivía en México –y se había convertido en mexicano— como cineasta encumbrado. Había ganado en 1951 el premio especial de la crítica en Cannes por Los Olvidados.

Eran los tiempos en que rodó La muerte en este jardín y Así es la aurora, de manufactura francesa Recibía a sus amigos con paella en su casa de Cerrada de Félix Cuevas 27, en la colonia Del Valle, desde cuya azotea se disfrutaba todavía la magnitud y belleza del Popo y el Izta y el ambiente –cercanas las casas de adobe, las antiguas iglesitas y los establos– seguía oliendo a barrio, todo un ritual en la casona roja con higueras y hiedras que refrescaban el jardín. Que nadie se atreviera a llegar tarde, eso sí.

Porque como recordaba el cantautor español Ángel Péstime en un artículo de mayo del 2003: “Cierzo son los estallidos de cólera de Buñuel cuando mandaba a tomar por culo la paellera por los aires si algún invitado llegaba con unos minutos de retraso”.

Cartél de Así es la aurora, película de Buñuel, conde participó Lucía Bosé. Foto: Especial

Por aquellas fechas llegó ahí cerca, a otro rincón próximo a Mixcoac, un joven pintor y escultor llamado Pedro Coronel, cuya obra había sorprendido al poeta Octavio Paz y al crítico de arte Justino Fernández.

El joven Pedro Coronel

Su amigo y mecenas Mario González Ulloa –pionero de la cirugía plástica en México, fundador del Hospital Dalinde y coleccionista de arte— le dio buen refugio en un edificio ubicado enfrentito del desaparecido parque California, en Holbein e Insurgentes (Ciudad de los Deportes). En la azotea del lugar, Coronel realizó sus esculturas primas, como El cazador de estrellas, obra que permanece arrumbada embodegada después de que en el 2006 fue retirada del parque California a puro martillazo.

‘Orión, el cazador de estrellas’, de Pedro Coronel, en una bodega de ABJ, tras ser desmontada de un parque frente al que vivió el escultor.

Mientras tanto, otro nobel pintor, éste colombiano, llegaba de allende las fronteras a vivir al número 7 de la calle de Kansas, en la colonia Nápoles. Fernando Botero había sido atraído por los grandes muralistas mexicanos Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Sabía Botero, que entonces tenía 24 años de edad, que este país era el centro del arte moderno latinoamericano. “Su estadía en México se convirtió en una etapa de búsqueda apresurada y de gran ebullición intelectual”, cuenta Álvaro Medina en un artículo titulado Procesos del arte en Colombia, publicado por la Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango.

El joven Botero. Foto: Especila

“Botero analizaba su experiencia en Europa, revisaba lo aprendido en Italia, repasaba sus entusiasmos de entonces y consideraba gajes de oficio en su afán por encontrarle una salida honesta a su pintura”. Según recuento de Álvaro Mutis (célebre escritor colombiano, Premio Cervantes 2002), ‘Botero se detenía de pronto en las anónimas calles de la colonia Nápoles para explicarme, con sabio y razonado entusiasmo, sus exhaustivas incursiones en la obra de Piero de la Francesca o cómo preparaba sus azules el Giotto”’. En 1957, tras el nacimiento en la Nápoles de su hijo Fernando y una escala para exponer su obra en Washington, Botero –que con el tiempo llegaría a cotizar cuadros en más de un millón de dólares— regresó con su familia a Colombia.

Escultura de Botero en una exposición en la explanada del Palacio de Bellas Artes. Foto: Moisés Pablo / Cuartoscuro

Dos años después, Pedro Coronel ganó el Premio José Clemente Orozco de la I Bienal Interamericana de Pintura, con lo que emprendió el despegue definitivo de su carrera internacional hasta ser reconocido entre los más grandes artistas plásticos mexicanos. Y al mismo tiempo, su colega David Alfaro Siqueiros llegaba tarde a comer paella en la casa vallesina de Luis Buñuel: “No he tirado la paella porque me lo han impedido”, le espetó con su mandil, bajo las higueras, el genio cineasta.  

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