“Eran tan vívidas las descripciones hechas por aquellos diestros narradores, que llegaban a provocarme pesadillas, como me ocurrió con el personaje de un decapitado de la guerra Cristera que –decían— deambulaba por la región llevando su cabeza cercenada entre las manos“.
POR RODRIGO VERA
Todavía tuve la fortuna, siendo niño, de escuchar los relatos orales que durante las noches contaban los llamados “cuenteros” en algunas comunidades rurales de Guanajuato donde pasé mi infancia. Los recuerdo recargados en una barda de adobe, en medio del silencio solo interrumpido por el canto de los grillos, narrando sus historias sobre nahuales, ánimas en pena, tesoros ocultos, embrujos, apariciones del diablo y visiones fantasmales que ocurrían en los parajes de la zona.
Eran gente de campo, oriunda del lugar, con gran habilidad para relatar las ficciones de un acervo oral heredado de sus ancestros y enriquecido de generación en generación. Sin perder el hilo de sus historias sabían dar la entonación de voz, las pausas y las exclamaciones precisas. Estaban muy conscientes de que su oficio consistía en echar a volar la imaginación de sus oyentes, quienes generalmente eramos chamacos en edad de creernos la trama de aquellas narraciones fantásticas.
Los “cuenteros” escogían la oscuridad y el silencio de la noche para que, sin distracciones de ningún tipo, nuestra imaginación visualizara mucho mejor sus relatos,así como también son oscuras y silenciosas las salas cinematográficas mientras se exhiben las imágenes en pantalla.
Los sucesos narrados por los “cuenteros” lograban mayor verosimilitud porque sucedían en nuestro entorno geográfico. De manera que la topografía de la zona estaba plagada de lugares donde había cántaros enterrados con monedas de oro, se escuchaban ruidos sobrenaturales o se aparecían seres del mundo ultraterreno.
“¿Eres de este mundo o eres del otro?”, había que preguntarles al momento de su aparición y sin perder la calma, nos recomendaban los “cuenteros”.
Si el ánima en pena nos respondía “soy del otro”, debíamos entonces preguntarle sobre las oraciones que requería para lavar sus pecados y obtener su eterno descanso. Quedaría agradecida con nosotros porque dejaría de penar.
Pero se debía ser implacable con las brujas que volaban en circulos sobre algunas rancherías, montadas en sus rústicas escobas de palo. Con un rosario en la mano, había que rezar un avemaría por cada “cuenta” del rosario, y poco a poco iríamos bajándolas de sus alturas hasta tumbarlas al piso.
Sin embargo, debido a su mayor poder, era muy difícil escapar de las garras del demonio. Nos podía de plano desaparecer. Transformado en un macho cabrío de largo pelaje y ojos luminosos, se aparecía de pronto sobre un peñasco al lado del camino que conducía a la ranchería de San Gregorio. O bien, vestido de charro con enorme sombrero, por las noches solía sentarse sobre un puente de piedra muy conocido por los lugareños. Desde ahí nos saludaba y abría la conversación. Si nos sentábamos a platicar con el misterioso personaje, llegaba el momento en que su larga cola se enroscaba en nuestros tobillos y no nos dejaba escapar. Ante tan variadas manifestaciones procurábamos andarnos con mucho cuidado.
Los “cuenteros” de esa zona rural guanajuanense, colindante con Jalisco, eran además muy dados a narrar historias sobre unos frailes a los que llamaban “los padres camilos”. Con la capucha de su hábito cubriéndoles el rostro, estos espectros nocturnos caminaban en procesión llevando en la mano un cirio encendido. Luego desaparecían. Contaban que, en una ocasión, un noctámbulo vio pasar la procesión frente a él. El último monje que caminaba en la fila se detuvo y le dijo:
–Ten, guardame mi cirio.
Y el trasnochado lo guardó en un cajón de su ropero antesde irse a dormir. Al despertar al día siguiente, dudando sobre su visión nocturna, abrió el cajón para salir de dudas. Pero no se encontró con el cirio, sino con un amarillento hueso humano cubierto de gusanos.
Los “padres camilos” –según aquellos relatos— también se aparecían en unas viejas construcciones en ruinas, altísimas y de gruesos muros, que habían servido hacía mucho tiempo para almacenar y moler caña de azúcar; aún les llaman “los molinos” y sigue en pie su largo acueducto que transportaba el agua para la molienda. Algunas noches, mis amigos y yo íbamos hasta allá para intentar ver esas apariciones. Pero huíamos despavoridos al escuchar algún ruido entre los abrojos. “¡Son ellos!” “¡son ellos!”, exclamábamos al correr.
Varios años después descubrí que, efectivamente, de mediados del siglo XVIII a mediados del XIX los frailes de la congregación de San Camilo de Lelis fueron terratenientes en la región; tuvieron esos molinos y extensas haciendas. Así comprobé con sorpresa que aquellos relatos tenían un sustento histórico y provenían de una vieja tradición oral, como la estudiada por la escritora Julieta Campos en su libro La herencia obstinada, donde recopila relatos orales de la tradición nahua. Mientras que Juan Rulfo, en su novela Pedro Páramo, transfigura literariamente narraciones sobre aparecidos y ánimas en pena que escuché de niño.
Hoy los “cuenteros” prácticamente desaparecieron ante la penetración en las zonas rurales de la televisión y las pantallas de plasma, cuyas imágenes nos llegan a la vista. En cambio, las imágenes que nos provocan los relatos orales salen de nuestra imaginación, del interior de cada uno de nosotros como las alucinaciones de los sueños. Son de naturaleza muy distinta.
Y eran tan vívidas las descripciones hechas por aquellos diestros narradores, que llegaban a provocarme pesadillas, como me ocurrió con el personaje de un decapitado de la guerra Cristera que –decían—deambulaba por la región llevando su cabeza cercenada entre las manos; era una cara ensangrentada que sonreía y llegaba a soltar carcajadas. Todo esto me volvió muy miedoso. No me lo pude quitar. Cuando estoy a altas horas de la noche en un lugar oscuro y solitario, jamás pienso en ver aparecer un asaltante, pues finalmente sería un ser humano cualquiera. No, más bien siento pavor de ver surgir uno de aquellos seres de ultratumba descritos por los viejos “cuenteros” de mi infancia.
comentarios