La increíble historia de José Donaciano Morales, el hombre que trajo a México desde París el invento que se usa hasta nuestros días para convertir en cenizas a los muertos, es contada en El eco de mi vida, las memorias inéditas de su hija Carlota Morales del Río, cuya bisnieta Giselle Leyva Petit, vecina de la colonia Nápoles, autorizó publicar en Libre en el Sur. Aquí se presentan fragmentos del capítulo 10.
POR CARLOTA MORALES DEL RÍO
En 1889, con motivo de la inauguración de la fabulosa Torre Eiffel, se efectuó al mismo tiempo la “Exposición Mundial” en París, con la asistencia de todos los representantes de las naciones.
Los pabellones representativos de cada país fueron construidos alrededor de dicha torre. El pabellón de México era una verdadera curiosidad en el Campo de Marte, dónde fue construido. De la manera más sugestiva, recordaba el arte antiguo de nuestro país, antes de la conquista española y era más que un pabellón, una manifestación patriótica que hacía México a la faz del mundo entero. En aquel momento el país elevó a la gloria al más bravo azteca. Con este motivo, el señor Presidente de la República, Don Porfirio Díaz, designó a mi padre como Representante Científico de México, para asistir a las conferencias de los más destacados médicos de esa época, tales como Louis Pasteur, Schtzemverger, y otros del Colegio de Química de Francia.
Aprovechando este viaje y, en vista de que los médicos que hasta la fecha me habían atendido no daban grandes esperanzas sobre ninguna mejoría en mi salud, mi padre decidió llevarme con él. Tenía la esperanza de encontrar en París remedio a mi enfermedad. Fue así como por primera vez tuve la ocasión y la maravillosa experiencia, primero de viajar en ferrocarril –que nos condujo hasta Veracruz. Allí conocimos y admiramos el mar, lo que hasta entonces sólo existía en mis sueños.
Ya en el barco “María Cristina”, mis impresiones fueron indescriptibles. La travesía era larga y aunque hubo días de mal tiempo, hoy sólo recuerdo lo agradable. Desembarcamos en el Havre y de allí nos dirigimos a París. Contábamos más o menos con una semana antes de que mi padre tuviera que presentarse a desempeñar su alto cargo, por lo que dedicamos el tiempo a recorrer los centros de más interés científico y artístico: Notre Dame, el Museo del Louvre y el Castillo de Fontainebleau, los Campos Elíseos, el Arco del Triunfo y tantos más, que sería largo enumerar. Respecto a los lugares de interés para mi padre, no podría contar nada, porque él los visitó solo.
Al oírlo me demudé y caí desmayada, creyendo mi padre que dicho colapso se debía a la impresión que me había causado su relato. Ignoraba la verdadera causa, la de que su hija se había comido gran parte de las cenizas, creyendo que se trataba de barro, por el parecido y sabor a los “jarritos de barro y tierrita” de que ya he hecho mención.
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Al terminar nuestros días de turistas, mi padre se presentó al eminente Dr. Pasteur, con sus respectivas credenciales, como Representante de México. Pocos días después, mi padre fue invitado a presenciar el funcionamiento de un horno crematorio, cosa que en nuestro país no existía y que, por consejo de mi padre, se trajo después a México; aparato que existe hasta la fecha, aunque ya sin uso, en el Panteón de Dolores. Lógicamente, en aquella ocasión presenció la cremación de un cadáver, quedando hondamente impresionado con tan tremendo espectáculo. Las cenizas de dicho cuerpo le fueron entregadas con objeto de conducirlas a México y allí demostrar las ventajas del uso del citado horno crematorio.
Acostumbraban los diferentes congresistas a reunirse por las noches en el hotel en dónde nos hospedábamos, con objeto de cambiar impresiones sobre las actividades desarrolladas durante el día. Esa noche correspondió a mi padre relatar la experiencia que había tenido. Al oír su relato y ante el asombro de los oyentes, y queriendo demostrarles a lo que quedaba reducido un cuerpo humano, me pidió le trajera la pequeña caja que había dejado sobre la chimenea horas antes. Al oírlo me demudé y caí desmayada, creyendo mi padre que dicho colapso se debía a la impresión que me había causado su relato. Ignoraba la verdadera causa, la de que su hija se había comido gran parte de las cenizas, creyendo que se trataba de barro, por el parecido y sabor a los “jarritos de barro y tierrita” de que ya he hecho mención.
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