Mientras el Congreso se alista a imponer aún más impuestos a bebidas azucaradas, lo que impacta en los más pobres, la obesidad, la diabetes y los recortes al sector público avanzan sin freno.
STAFF / LIBRE EN EL SUR
La reciente propuesta del gobierno federal para incrementar los impuestos a refrescos, dulces y productos ultraprocesados revela una dramática paradoja: mientras las cifras de obesidad y diabetes crecen sin control, el erario público se engorda con ingresos millonarios. El Presupuesto de Egresos 2026 contempla obtener 41 mil millones de pesos por este gravamen, un incremento de hasta 15 por ciento en el precio final de las bebidas endulzadas.
El discurso oficial insiste en que se trata de una política diseñada para proteger la salud, pero los hechos demuestran lo contrario: la recaudación no se canaliza directamente al sistema público, y los indicadores de sobrepeso y enfermedades crónicas siguen empeorando.
Los datos más recientes de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT) confirman el deterioro. En 2018, la prevalencia de sobrepeso y obesidad en niños en edad escolar era de 35.6 por ciento; hoy alcanza el 36.5. Entre adolescentes, subió del 38.4 al 40.4 por ciento. Y en la población adulta, pasó de 75.2 a 76.2 por ciento: más de tres cuartas partes de los mexicanos con exceso de peso.
A la par, la diabetes tipo 2 afecta al 18.4 por ciento de los adultos. La obesidad en adultos llega al 37.1 por ciento, con un sesgo de género claro: 41 por ciento en mujeres y 33 por ciento en hombres. Estas cifras no solo no han disminuido pese a las políticas fiscales y de etiquetado, sino que se han incrementado.
El etiquetado frontal de advertencia, celebrado en foros internacionales, sí logró que más mexicanos reconozcan la información nutricional en los empaques (del 52 al 79 por ciento en adultos, hasta 85 por ciento entre padres y madres). Pero la mayor conciencia no se tradujo en cambios de hábitos ni en una reducción de enfermedades crónicas. El consumo per cápita de refrescos se mantiene en 163 litros al año, uno de los más altos del mundo.
El aumento al IEPS implica tres pesos más por botella de refresco, según la propia industria. La Asociación Mexicana de Bebidas (MexBeb) advierte que la medida golpeará a 400 mil pequeños comercios y pondrá en riesgo 150 mil empleos. El impacto no es homogéneo: estudios confirman que los hogares de nivel socioeconómico bajo concentran la mayor ingesta relativa de bebidas azucaradas porque destinan una parte más grande de su gasto a ellas. En consecuencia, son quienes más resienten el alza.
La paradoja es clara: mientras se insiste en que los impuestos son por la salud, se trata de una política fiscal regresiva que carga más sobre los pobres sin modificar sustancialmente el consumo. A la vez, el sector público de salud recibe cada vez menos recursos.
Menos presupuesto en salud, más gasto de bolsillo
Para 2025, el presupuesto federal destinado a salud fue de 918.4 mil millones de pesos, un recorte del 11 por ciento respecto a 2024, que equivale apenas al 2.5 por ciento del PIB. El contraste con Dinamarca —modelo prometido por el propio presidente— es brutal: allá se invierte entre el 10 y el 11 por ciento del PIB en salud pública, lo que garantiza cobertura universal, acceso a medicamentos y control de enfermedades crónicas.
En México, las familias absorben la diferencia. Entre 2018 y 2024, el gasto de bolsillo en salud por hogar aumentó 41.4 por ciento, de 1,135 a 1,605 pesos trimestrales. Los gastos catastróficos crecieron 64.5 por ciento en el mismo periodo. Cada vez más hogares se ven obligados a endeudarse o sacrificar consumo básico para atender enfermedades.
El retroceso se refleja también en lo más elemental: en 2024, más de 340 mil niños no recibieron ninguna vacuna, según la Secretaría de Salud. La cobertura vacunal, que había sido un orgullo del país, se derrumba justo cuando la obesidad y la diabetes exigen más políticas preventivas.
La historia del impuesto al refresco, creado en 2014, ilustra el fracaso. En ese momento se prometió instalar bebederos en las escuelas y financiar programas de prevención. La Auditoría Superior de la Federación documentó que esas metas no se cumplieron. Los bebederos no llegaron y nunca hubo claridad sobre el destino de los fondos.
Hoy, la misma dinámica se repite: los ingresos de los llamados impuestos “saludables” van a la bolsa general del gobierno y se usan para tapar huecos presupuestarios, no para fortalecer hospitales ni clínicas. La Alianza Nacional de Pequeños Comerciantes lo denunció en un desplegado en El Universal, señalando que se trata de una medida “tramposa” que no se traduce en beneficios para la salud, sino en más presión sobre el consumo popular y en la desaparición de negocios familiares.
Mientras tanto, los verdaderos determinantes de la mala alimentación permanecen intactos. La comida callejera grasosa y calórica sigue siendo parte del paisaje urbano sin regulación alguna. El pan dulce, presente en la dieta cotidiana, nunca ha sido cuestionado. En cambio, el gobierno señala a unos pocos productos como culpables, en una estrategia limitada que no modifica los entornos alimentarios ni ofrece alternativas viables.
La paradoja es contundente: el Estado recauda más en nombre de la salud, pero el sistema sanitario público se achica. Los hogares pagan más impuestos y más gastos de bolsillo, mientras reciben menos servicios. México sigue siendo el mayor consumidor de refrescos del mundo, con una epidemia de obesidad y diabetes en ascenso.
El contraste con el modelo prometido —un sistema de salud “como el de Dinamarca, o incluso mejor”— es cada vez más evidente. Lejos de acercarse, la brecha se amplía: más impuestos, más enfermedades, más recortes.
En el fondo, los llamados impuestos saludables son un parche fiscal. No corrigen la mala alimentación, no financian infraestructura hospitalaria y no sostienen campañas de prevención. Funcionan como una válvula de recaudación que castiga a los sectores populares mientras el Estado mira hacia otro lado.
México, con 41 mil millones de pesos de ingresos extraordinarios, enfrenta la contradicción de ser un país donde la obesidad avanza sin freno, la diabetes se expande y el sistema público de salud se encuentra más debilitado que nunca. La salud, convertida en negocio fiscal.
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