El arte de heredar el santoral y la parentela completa sobre los hombros, o cómo cada niño mexicano es un acta de nacimiento con piernas
De los próceres de la patria a la odisea de la credencial del INE: El glorioso y a veces frustrante legado de los nombres interminables, una herencia que se lleva en la historia y se padece en cada trámite.
STAFF/LIBRE EN EL SUR
Hay una verdad indiscutible en esta tierra del tequila y los mariachis: en México, el nombre de pila no es una simple etiqueta, es una declaración de intenciones. Es la biografía de una familia, el calendario del año en que naciste, un compendio de los santos más venerados y, a veces, una mezcla explosiva que parece sacada de una novela de realismo mágico. Mientras en otras latitudes se discute si el nombre debe ser corto o largo, en este país, la única pregunta que se hace con solemnidad en la familia es: ¿a quién más le rendimos tributo en este paquete de nombres? Y así, con cada sílaba, cada bebé se convierte en un portador de la memoria, un pequeño archivo viviente.
Esta costumbre, que a los ajenos a nuestra cultura les parece una simpática excentricidad, tiene una lógica tan profunda como un pozole de fin de semana. El primer nombre es por el abuelo que fue la luz de la casa, el segundo por la tía que cocinaba los mejores chiles rellenos, el tercero por el santo que cuida el pueblo, el cuarto por la virgen que se apareció en el cerro, y si el linaje es de abolengo, que se sume algún “de la” o “del” para que suene más sabroso. El resultado es un nombre que no se pronuncia, se declama, se canta, y que obliga a la maestra de kínder a tomar aire para llegar al final de la lista. En un país donde la historia y la fe van de la mano, el nombre de un niño no es solo una elección, es un acto de fe y un homenaje colectivo.
Los pesos pesados de la historia y sus nombres kilométricos
Si creían que lo de Juan, José y Francisco era un asunto trivial, es porque no han revisado las actas de nacimiento de nuestros próceres. Los verdaderos titanes de la historia mexicana parecen haber competido por ver quién cargaba con el nombre más espectacular.
El “Padre de la Patria”, don Miguel Hidalgo, era un hombre con una misión y con una lista de nombres que haría sonrojar a un notario. Su nombre completo, un verdadero réquiem onomástico, era Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mandarte Villaseñor. Leerlo en voz alta es un ejercicio de resistencia pulmonar, y al pronunciarlo, uno casi puede sentir el peso de la Independencia sobre los hombros.
Pero si Hidalgo era el campeón del nombre sagrado, el general Antonio López de Santa Anna era el rey de la pomposidad. El hombre que se hizo llamar “Su Alteza Serenísima” tenía un nombre que estaba a la altura de su ego: Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón. Era un nombre para ser escrito con tinta de oro, una joya barroca en el documento oficial, que se escuchaba como un título real. Con tanto nombre, casi que uno podría entender por qué le costaba tanto decidirse por un bando político.
También el “Siervo de la Nación”, don José María Morelos, tenía su buen repertorio: José María Teclo Morelos y Pavón. Y qué decir del primer emperador de México, Agustín de Iturbide, cuyo nombre de pila era una verdadera declaración de fe: Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu. No menos impresionante era el conservador Miguel Miramón, otro presidente con un nombre de larga estirpe: Miguel Gregorio de la Luz Atenógenes Miramón y Tarelo.
Y si de nombres que son toda una enciclopedia se trata, no podemos olvidar al conservador por excelencia, don Lucas Alamán. El hombre que le hizo la vida de cuadritos a Santa Anna y compañía, tenía un nombre que parecía una lista de invitados a una fiesta elegante: Lucas Ignacio José Joaquín Pedro de Alcántara Juan Bautista Francisco de Paula Alamán y Escalada. ¿Imaginen la firma de este señor? Debía ocupar la mitad del papel.
Incluso los que parecían tener nombres más sencillos, en el fondo guardaban un secreto. El mismísimo Benito Juárez, de apellido tan limpio y sin adornos, era en realidad Benito Pablo. Y el Centauro del Norte, Francisco Villa, se llamaba en su acta de nacimiento José Doroteo Arango Arámbula. Es como si el destino les hubiera dado un nombre de guerra más corto para que les cupiera en el titular del periódico.
Y si crees que esto es casualidad, es porque no has notado la obsesión nacional por el nombre “Juan Nepomuceno”, el comodín que parece haber cabido en cada acta de nacimiento de la época, desde el más humilde campesino hasta el más acaudalado hacendado.
El calvario de la burocracia: Cuando el nombre se convierte en un suplicio
Pero toda esta belleza cultural, todo este tributo a la familia y al santoral, tiene un némesis: la fría, impersonal y cuadrada burocracia mexicana. Es ahí donde la fiesta de los nombres se topa con el muro de los formularios, las bases de datos y los campos limitados.
El calvario empieza temprano, en la oficina del Registro Civil. El secretario o la secretaria, con el ceño fruncido, suspira al ver que el nombre que debe teclear no es solo Juan Pérez, sino algo que ocupa tres renglones. Y así, con cada letra, el riesgo de un error tipográfico se duplica, se triplica, se vuelve inevitable. Un “Ignacio” se convierte en “Ignasio”, un “Joaquín” en “Juaquín”, y una coma mal puesta puede cambiarlo todo, en un proceso que parece una tragicomedia.
Luego, la escuela. En la boleta de calificaciones, el nombre completo rara vez cabe. “José Francisco de la Luz” termina siendo solo “José F.”, y la mamá se pregunta si no le dio demasiados nombres a su retoño. En el diploma de la secundaria o la preparatoria, la hazaña es todavía mayor: lograr que el nombre de pila y los apellidos convivan sin tener que irse a una segunda línea, con letras que parecen haber sido estiradas hasta el límite.
Pero el verdadero momento de terror llega con los documentos oficiales. La credencial del Instituto Nacional Electoral (INE), la de la que nos hace ciudadanos y nos permite votar, tiene un espacio muy limitado. Y si el nombre de uno es un río de palabras, el destino es cruel: los datos se cortan, se abrevian o, peor aún, se eliminan por completo. El mismo drama se vive en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), en los bancos y hasta en el pasaporte, donde la persona que se apellidaba “de la Cruz y de la Garza” de repente se convierte en un simple “De la C. y de la G.”.
Y es que el problema no es solo estético o de espacio. Estos errores y truncamientos en documentos oficiales pueden causar un verdadero dolor de cabeza, una cadena de malentendidos que persiguen a la persona por el resto de su vida. Un acta de nacimiento que dice “Ma. Guadalupe” no coincide con un registro bancario que dice “María Guadalupe”. Una credencial con el nombre cortado puede generar sospechas o demoras en cualquier trámite legal. Es el precio que se paga por llevar la historia familiar sobre los hombros, un viacrucis que, curiosamente, se vive con estoicismo y resignación.
Porque al final de cuentas, en un país donde las fiestas duran tres días, las sobremesas son eternas y un “ahorita” puede significar cualquier cosa, un nombre que tarda en pronunciarse no es una molestia, es una forma de vida. Es la primera y más importante ofrenda que se le da a un recién nacido: una identidad que es tan rica, compleja y generosa como la historia misma de México, con todos sus gloriosos aciertos y sus peculiares sufrimientos burocráticos.
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