“A veces me descubro caminando entre esa multitud y siento que no pertenezco del todo a esa coreografía luminosa, esa coreografía humana de luces y prisas…”
POR MELISSA GARCÍA MERAZ
Las fiestas decembrinas nunca fueron realmente relevantes para mí, al menos no en la forma en que tradicionalmente se recuerdan. Dada la escasez de recursos en mi familia, no recuerdo grandes cenas ni una casa amplia que adornar. Mi madre y mi abuela tampoco eran fervientes seguidoras de una religión, así que tampoco había un ambiente relacionado con las celebraciones religiosas.
Lo que sí recuerdo es que estábamos en casa, con una cena nada ostentosa, en la tranquilidad del hogar, alejados del bullicio, la fiesta, el baile y el alcohol. A veces, mi madre y mi abuela aprovechaban para hacer cambios en las habitaciones: pintar, arreglar desperfectos. Esa era la dinámica más clara. También había mucho silencio, tiempo de pensamientos y contemplación. Quizás por eso siento la Navidad no como la muestran los medios, sino como un momento para descansar y reflexionar.
También he reflexionado sobre el sentido y origen de la necesidad de festejar. Es cierto que a la primavera le sucede el verano y el otoño, y al final, cuando el día se hace oscuridad y la luz se vuelve entrecortada, llega el invierno: el fin del ciclo, el fin de la vida.
A la luz de Amado Nervo, lo sé:
Cierto, a mis lozanías ha de seguir el invierno;
¡Mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!
Quizás por eso, en el invierno y el ocaso de la vida, la reflexión se vuelve imprescindible. Creo que nuestros ancestros crearon el calendario para atrapar el ciclo lunar, para entender cómo da vida y cómo la quita. Observaron que la hierba crece fuerte, con las puntas apuntando al sol, queriendo tocar las estrellas; pero que, al cabo del ciclo, también muere.
Y, con el tiempo, se crearon las fiestas decembrinas: acogieron pinos para llenarlos de color y ocultar la muerte; llenaron las copas de vino para calentar los cuerpos y aliviar el dolor del alma; inventaron convivios para llenar los salones vacíos y traer de vuelta a los hijos a la casa de los padres.
En la vida moderna, sin embargo, no todo se resuelve así. Al final del ciclo, la melancolía nos alcanza. La presión por ser felices, las metas no cumplidas, la ausencia de los seres queridos, el estrés financiero… Y, aunque volvamos a aquellos lugares que alguna vez fueron tan significativos, nunca vuelven a ser los mismos. Como anotó Félix Grande: “al lugar donde has sido feliz no deberías volver jamás, porque el tiempo ya habrá hecho sus destrozos”.
Ese implacable monstruo que es el tiempo, que no nos permite permanecer inmóviles, que nos cambia y nos llena de experiencias nuevas, hasta volver imposible reconocer a aquel a quien amamos y que el tiempo nos arrebató.
Y de algún modo, Pedro Páramo lo repitió: “en Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no deberías volver jamás”. Quizás también es por eso que los sueños se aferran a ayudarnos a revivir —una y otra vez— el pasado, inmóvil y doloroso, donde nos permitimos reencontrar al otro en un recuerdo eterno.
Atesora el recuerdo y permite que el tiempo asesine, poco a poco, al presente.
Hoy, cuando llega diciembre, las ciudades se llenan de luces que parpadean sobre avenidas inundadas de almas, anuncios que repiten la misma promesa de felicidad instantánea, listas de regalos, cenas obligadas, fotos que parecen pruebas de que “todo está bien”. A veces me descubro caminando entre esa multitud y siento que no pertenezco del todo a esa coreografía luminosa, esa coreografía humana de luces y prisas. Mi Navidad sigue siendo, en el fondo, aquella habitación pequeña donde apenas cabíamos, la mesa sencilla, el olor a pintura fresca mezclado con el de la cena modesta, el murmullo de mi madre y de mi abuela hablando en voz baja mientras yo miraba por la ventana un cielo sin fuegos artificiales.
Con los años, he entendido que también eso era una fiesta, aunque nadie lo llamara así: una celebración mínima, sin estruendo, pero resistente. Ellas, sin saberlo, me enseñaron otro modo de atravesar el invierno: no huyendo del silencio, sino arropándolo. Ahora, cuando apago las pantallas, cuando dejo sonando una sola canción en la penumbra y dejo que el pensamiento vaya y venga entre lo que fui y lo que soy, siento que repito ese rito antiguo. No necesito un árbol perfecto lleno de obsequios, ni una mesa desbordada: me basta con esa llama discreta que se enciende por dentro cuando acepto que el tiempo pasa, que se lleva casi todo. Ese tiempo, disfrazado de olvido, que se llevó tu aroma, se llevó tu voz, que apenas alcanzo a recordar, o tratar de que mi mente imite cómo sonaba tu voz. Porque no puedo arrancar del todo la manera en la que te amé.
En este presente atravesado por el olvido, donde se presenta una nueva Nochevieja y a la luz de la forma en que hoy amo de nuevo, pienso en él: el que sabe encender fogatas en campamentos silenciosos a medianoche, el que convierte la tela de una tienda en refugio y el frío del bosque en un invierno habitable. Él es la luz en la noche oscura, y por eso lo atesoro, sabiendo que también está hecho de la misma materia que el olvido: de tiempo.
Tal vez por eso celebramos. Celebramos no para negar la muerte ni impedir que el ciclo termine, sino para encender, aunque sea por un instante, una llama, una claridad diminuta en medio de la noche más larga, la más oscura, la más triste, la más longeva, la que parece no terminar nunca. Y en esa luz, portal que nos lleva y nos muestra, por breve que sea, alcanzamos a verlos. Alcanzamos a ver a quienes fuimos, a quienes amamos, a quienes ya no volverán. A quienes abrazamos y dejamos ir, a quienes se quedaron como un recuerdo en el proscenio de nuestra historia.
Después, el tiempo, esa bestia incansable, sigue su marcha. Pero nosotros, por un momento, lo detenemos. Y en ese momento —solo en ese— comprendemos que las celebraciones no son un disfraz para olvidar el invierno, sino un refugio para sobrevivirlo.
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