TEXTO Y FOTOS: FRANCISCO ORTIZ PARDO
La escena puede ser la inicial de una película de un apocalipsis pandémico en que centenares de personas transitan festivamente por el camino que lleva a un cerro lleno de misticismo, de manera tan torpe que apenas se esquivan al encontrase unas a otras.
Entre los que usan cubrebocas –o paliacates-, bien colocados unos, en la barbilla, una oreja o al cuello otros, decenas caminan distraídos, sin protección alguna, perdiendo la mirada entre los puestos de chácharas por el Día del Amor y la Amistad o bebiendo uno de los “jarritos” con alcohol que se ofrecen en plena “ley seca” e incluso frente a la policía.
Por supuesto que entre unos y otros no hay metro y medio de distancia. A veces ni 30 centímetros. En los restaurantes se amontonan esperando mesa, bloquean los accesos, las banquetas.
La marabunta es flanqueada por la informalidad desbordada, evidentemente tolerada por las autoridades municipales, que colocaron un solo puesto sanitario –lejos de la concentración comercial y humana, ya próximo al pie del cerro– donde se ofrece gel y cuyo encargado reconoce que no hay sanción para nadie.
Es la tarde del domingo 14 de febrero en Tepoztlán.
Casi que van tan alegres que podría parecer un tiempo anterior al coronavirus. En sus sonrisas no aparece la consciencia de los casi 180 mil muertos que se ha cobrado la peste en el país.
La mayoría de ellos corresponde a la generación que se ha denominado “millenial”, y que en un abrir y cerrar de ojos ya son mayores de 30 años (En cambio. Seguro que en sus familias hay abuelos a los que pueden contagiar. Algunas parejas se besan a media calle, entre el caos agudizado por el desorden de camionetas de transporte público, taxis e incluso patrullas, ya de la policía municipal o del estado de Morelos.
Debajo de listones multicolores, al fondo el Cerro del Tepozteco, imponente en un día claro y fresco, la muchedumbre asusta y obliga a orillarse. La sensación es que uno no sale inmune de ahí, pues parece que todo mundo camina sin saber que un virus amenaza la vida en cualquier lugar del planeta, pero más en donde se concentra la gente, o sea ahí mismo. La única fortuna es que sopla el aire.
Ojalá, de veras, que fuera una película de ficción.
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