Libre en el Sur

Gracias, ‘Gatito’

“A la vuelta de una semana, Caramelo volvió a ser el precioso visitante que, como entusiasta amante ocasional, iba a arremolinarse para ronronear por y con nosotros”.

POR IVONNE MELGAR

Por una extraña razón que desconozco, la ternura de nuestra amada Madre, Candelaria Navas, nunca ha incluido a los animales de casa.

“Vaya, váyase, para afuera, aquí no”, la escuchamos decirles a perros y gatos que nos topamos en el camino.

Así que nuestra temprana infancia en San Salvador estuvo ajena a las mascotas.

Alguna vez hubo un escándalo en la cuadra de la colonia, porque la joven que nos cuidaba, pretendiendo vacunarnos del miedo a los ladridos, metió a la sala a un labrador; mi hermana Gilda y yo nos subimos a la mesa del comedor. Cuando pienso en pánico, recuerdo ese momento.

Y aunque Mamá Rosita, nuestra abuela materna, tenía un lindo gato en el jardín en Usulután -una provincia al oriente de la capital a la que en aquellos años llegábamos en tren y autobús- al que ella consentía, los códigos del cuidado infantil incluían el impedimento a acariciar aquel minino que veíamos de lejos con curiosa emoción.

Por fortuna, desafiando el rechazo de Candy hacia las mascotas, una mañana de domingo Luis Melgar, nuestro padre, llegó con un cachorro Pastor Alemán, al que le pusimos Tauro y con el que superamos nuestro pavor canino.

Ya en México, gracias a mi amiga del CCH Sur, Adriana Arroyo, y los gatos bellísimos que se paseaban como su alteza serenísima en pasillos y recámaras de su casa, supe que convivir con los mininos no era una extravagancia y que aún tenía la ilusión de cargar el mío.

Le compartí a Candy aquel deseo pendiente de tener un felino como el de Mamá Rosita, sin atreverme a solicitar su cumplimiento. Pero una tarde, en el departamento que rentamos en Hidalgo Altos 16, en Coyoacán, apareció Caramelo, como bautizamos al gato que, de los tejados, saltó a aquella sala tan acogedora como singular, instalándose cómoda y dulcemente.

Y a diferencia de lo sucedido en nuestra temprana infancia salvadoreña en que soltaba frases de impositivo adiós a los animales, esta vez, condescendiente con mi confesión del pendiente gatuno, Madre dejó que aquel visitante intempestivo se volviera un acompañante cotidiano.

Aprendí a disfrutar ese momento de intimidad amorosa en que tu gato ronronea con placidez y entrega mientras se talla la cabeza en el cabello de su dueño, del que en realidad se considera propietario. Porque en los hechos, esta especie se domestica a medias, ya que además a medias logra domesticar a su humano, hacerlo un poco a su modo, sujetándolo a través de conductas, ánimos y rituales compartidos.

Sin asumir nunca que se trataba de nuestro minino, Caramelo se hizo imprescindible en aquel domicilio de la vida universitaria, donde en ese primer tramo de los años ochenta se fusionaron las reuniones bohemias de Candy y Luis con la visita asidua de la banda propia, una mezcla de los amigos ceceacheros y de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

Era un gato del color de su nombre y prolongadas fugas al que considerábamos su terreno natural, los tejados del barrio aledaño a San Lucas, sobre Avenida Hidalgo. Se quedaba a dormir dos, tres días y se iba otro tanto.

Alguna vez regresó a aquel departamento –que quizá hoy sería bautizado como un loft– herido, desaliñado, triste y con una infección a la altura del cuello que se le volvió un absceso, como globo.

Generosamente, Luis Melgar ofreció pagar la curación. Con nuestra amiga Adriana Arroyo fuimos mi hermana y yo al veterinario de sus rumbos, en La Portales, cargando a Caramelo en una bolsa de mandado.

Es momento de un paréntesis: a ella aún ahora le llamamos cariñosamente Adriana Gato o La Gato, justo porque contar con ese bello animal en los ochenta no era situación común y porque fue su iniciativa emplear el apelativo Gato con el que nos saludamos y apapachamos entre nosotros por varios años.

Tan impregnado en nuestro vocabulario amoroso quedó aquel sobrenombre que entre las amigas de la época CCH –

Adriana e Iraís Ruiz— seguimos llamándonos así y a mi cuñado Jesús Murillo lo tengo registrado en mis contactos como Jesús Gato porque sigo saludándolo con ese mote.

Pero volvamos a Caramelo, que penosamente se iba de lado con su bola de mala salud, y la fallida solicitud de auxilio en el consultorio donde el doctor veterinario dijo que no podía curarlo sin antes aplicarle exámenes cuyo costo rebasaba el dinero que mi papá nos dio.

Qué escena más desoladora aquella de volver a casa en trolebús con la bolsa del mercado cargando a un mínimo en tan mal estado y con la impotencia de no poder hacer nada.

Por la noche, Manuel Beltrán, mi otro cuñado, pasó a la casa de Coyoacán. Estudiaba en la Facultad de Medicina y, junto con su hermano gemelo Martín –mi novio desde entonces— tenían mucha experiencia en el cuidado de perros y gatos porque los habían tenido desde siempre. Así que ante la desolación de las Melgar, que ya imaginábamos desahuciado a Caramelo ante la falta de recursos para atenderlo, Manuel nos ofreció pasar el resto de la semana a curarlo y le dio penicilina que compramos en la farmacia aledaña; era cuando los antibióticos se vendían sin receta.

A la vuelta de una semana, Caramelo volvió a ser el precioso visitante que, como entusiasta amante ocasional, iba a arremolinarse para ronronear por y con nosotros.

Pronto, sin embargo, el furtivo visitante dejó de llegar. Y le denomino de ese modo porque Candy descubrió que en realidad era un gato con dueños que, al descubrir que era cohabitante de otra familia, resolvieron tomar medidas coercitivas como no dejarle salir.

Si bien inferimos la causa de esa abrupta ausencia, saberla no alcanzó para compensar el duelo de perderlo. Frente a nuestra desolación, decidimos aplicar el tan recurrente consejo de nuestra generación de que un clavo saca a otro clavo y adoptamos a Chumas, un bebé gatito que saltaba al techo con tal de no dejarse cargar y que se escondía debajo del refrigerador. Así de enano estaba.

Supongo que era 1986 porque el nombre del recién llegado lo sugirió mi hermana Gilda y obedeció al furor que en México generó el portero de la selección alemana Harald Schumacher, quien daba unos brincos espectaculares para frenar los goles del contrario.

Al pasar de los días bautizamos de nueva cuenta a nuestro gatito como Chumos Martin, que había dejado de ser huraño y dormía literalmente sobre mi cara, ronroneando sin freno.

En 1987 nos mudamos a la Unidad Latinoamericana, en Copilco. Fue complicado llevarlo hasta el edificio Nicaragua porque al darse cuenta que Hidalgo 16 estaba vacío salió corriendo a la calle dando vueltas por los alrededores del barrio hasta que fuimos capaces de detenerla.

Era un gato casero callejero que, sin embargo, no soportó nuestro siguiente cambio de domicilio, a la Colonia Unidad Modelo, a donde llegamos en 1989. Tampoco aguantó nuestros nuevos hábitos laborales de dueños indolentes con la pila recargada para la fiesta hasta llegar en vivo a intensos e intensivos trabajos. Chumos Martin nos abandonó irremediablemente, dejándonos la dura lección de que a un gato se le ama sin descuidos ni regateos.

Cuando nacieron nuestros hijos resurgió el cariñoso “Hola, Gatito”, “Gracias, mi Gato”, convirtiéndose en el alias favorito de Sebastián, en sus primeros años escolares.

Hoy que los felinos reinan en las redes y son los únicos tiranos dignos de ser amados, vale la pena recordar que

–como con las canciones de Juan Gabriel— los gatitos no siempre estuvieron de moda.

Nosotros somos los humanos de Cleo, a la que cuidamos con esmero esclavizante bajo la lección que nos dejó Chumos Martin. Pero esa historia de sometimiento amoroso vendrá después.

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