De cómo los restos del héroe rechazado terminaron en la Catedral Metropolitana
STAFF / LIBRE EN EL SUR
Agustín de Iturbide fue el hombre que cerró la puerta del imperio español en México. Consumó la independencia, entró con laureles a la capital el 27 de septiembre de 1821 conduciendo al Ejército Trigarante, y el pueblo —que llevaba once años de guerra— lo recibió como libertador. Pero la historia oficial, con sus filias y fobias, terminó por arrumbarlo en un rincón de la memoria nacional.
En su entrada triunfal se hospedó en la casona que hoy conocemos como el Palacio de Iturbide, en la calle Francisco I. Madero (antes San Francisco), en pleno corazón de la antigua capital virreinal. Del balcón de esa residencia vio una ciudad que apenas empezaba a nacer como nación: calles adornadas con arcos de triunfo improvisados, pendones tricolores y campanas volteadas al vuelo. Aquel día fue, literalmente, el dueño del destino mexicano.
Pero el héroe quiso ser emperador. A los pocos meses, en 1822, lo proclamaron Agustín I. Y pronto su corona perdió brillo. El país naciente se agrietaba: las tensiones entre federalistas y centralistas ardían como pólvora, la economía estaba exhausta y sus detractores veían en Iturbide más ambición que virtud. Abdicó en 1823 y se exilió en Europa.
Regresó al país en 1824 bajo la creencia de que aún podía servirlo. Ignoraba —o decidió ignorar— que el Congreso lo había declarado traidor a la patria. Lo apresaron en Padilla, Tamaulipas, y el 19 de julio de ese mismo año cayó bajo el pelotón de fusilamiento. Murió sin honores. Murió sin público. Murió sin patria.
A veces la historia corrige lo que la política deshace. Catorce años después, en 1838, el presidente Anastasio Bustamante emitió un decreto para exhumar sus restos en la iglesia de San Antonio de la Villa de Padilla y traerlos con solemnidad a la capital. La procesión fue pública, de Estado, con misa y cortejo. Iturbide, héroe repatriado, regresó a la Ciudad de México no ya montado en un caballo blanco sino en un ataúd escoltado.
Su destino final: la Capilla de San Felipe de Jesús en la Catedral Metropolitana.
La elección no fue casual. San Felipe de Jesús es el primer santo mexicano y mártir novohispano. Su capilla —una de las más antiguas del conjunto— conserva una bóveda de estilo gótico temprano con nervaduras que sobreviven desde la primera etapa constructiva de la catedral, hacia 1615. Allí, una escultura policromada del santo parece custodiar aquello que queda de Iturbide: una urna de cristal y mármol en la que, con epígrafe solemne, se recuerda que fue “Autor de la Independencia Mexicana”.
No está en el mausoleo de los héroes de Reforma. No lo llevaron al Ángel. A Iturbide lo dejaron en una capilla lateral. A la vista del que se detenga, pero lejos del fulgor patriótico que ilumina a otros: Hidalgo, Morelos, Guerrero.
Junto a él se guarda también el corazón del propio Bustamante, como dos símbolos de poder que se necesitaban mutuamente para ser perdonados por la historia.
Ahí está, todavía hoy.
En una penumbra dorada, entre rezos discretos y turistas que pasan sin mirar, Iturbide espera. No un reconocimiento masivo: espera que alguien lo vea completo. Que se diga sin vergüenza que fue quien consumó la independencia de México. Que su gloria y su caída pertenecen al mismo relato.
Porque la patria —que lo celebró, lo fusiló y luego lo trajo de vuelta— sigue sin decidir si lo quiere como héroe, como villano, o simplemente como uno de sus padres.
Tal vez por eso sus restos descansan en la catedral: a medio camino entre el altar y el exilio.
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