La melancolía invade al visitar La Esperanza, la papelería más antigua de Mixcoac, a la que desde 1931 han acudido miles de estudiantes para comprar sus útiles. Hoy parece haber resistido todo: el tiempo, la cultura del despilfarro y el embate de los grandes almacenes.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Eran los tiempos en que los niños de Mixcoac se iban a bañar al río. Al mercado se le llamaba “plaza” y a la farmacia “botica”; el Centro Histórico de la ciudad era “México”. Los hombres usaban sombrero y si no lo traían puesto se sentían desnudos. La postrimería de la Revolución Mexicana había dado paso a un incipiente crecimiento urbano, donde las antiguas villas veraniegas de los ricos del porfiriato se empezaban a rodear de las casas de una clase media emergente. Octavio Paz descubría la poesía en la casa de su abuelo.
Al poniente de los barrios de aquel Mixcoac se encontraban los locos de La Castañeda; al oriente los conventos en torno de los templos de La Candelaria, San Juan y Santo Domingo de Guzmán. Y por supuesto las escuelas –la primaria Olavarría, la secundaria 10, los colegios Madrid, Simón Bolívar y Williams, todas de prestigio académico—, cuyos estudiantes adquirían desde entonces sus útiles en La Esperanza, una papelería de leyenda que ha sobrevivido vecina al viejo mercado (en Revolución 895) por más de ocho décadas.
Guadalupe Luna tiene actualmente 87 años de edad. Es completamente lúcida y camina sin bastón. Pero lo que más sorprende –y cautiva— es esa sonrisa suya que nunca se desdibuja mientras habla de La Esperanza. Su padre, José Guadalupe Luna, la adquirió en traspaso en 1931, por lo que no se sabe cuánto tiempo antes existió. Su fama corrió rápidamente porque se decía que ahí había “de todo”.
Y sí. Un día llegó un niño a preguntar por algún listoncito; y también por el periódico que traía “los monitos” que aparecían el domingo. Una vez que fue complacido con sus encargos, el pequeño se atrevió a preguntar “por algo que es difícil que lo tenga: un ratón muerto”. Y entonces don José le dio la sorpresa: “Pues sí, lo tengo; fíjate que acaba de caer un ratoncito en la ratonera”.
Doña Lupita entró a trabajar a La Esperanza a los trece años de edad. Alternaba sus labores con estudios de piano, repostería y corte y confección, estos últimos en la Academia Singer de Tacubaya. La papelería era un anexo de su casa; por eso al escuchar cada mañana, antes de las 7:30, que su papá quitaba la tranca de la puerta, sabía que era el momento de irlo a apoyar con la bola de chamacos que se amontonaban frente al mostrador (“ya más tarde desayunábamos”): Que los lápices, que los cuadernos, que los mil y un tipos de papel, que las botellitas de goma para pegar, que las puntillas para anotar, que las plumas falcon, que el papel paspartú, que el tintero de seguridad, que el papel secante.
Como su tío Pancho tenía una tlapalería –El Cisne— justito al lado, allí adquirían la anilina para elaborar ellos mismos la tinta y venderla a granel. Al llegar “la temporada” –que era la época de inicio del ciclo escolar, primero en febrero y unos años más tarde en septiembre— se hacían largas filas afuera de la papelería, y los padres levantaban las manos para mostrar las listas de útiles escolares.
El negocio fue por décadas también mercería. Así que se vendían una gran variedad de hilos para bordar, agujas, botones, bonetes… Los estudiantes solían adquirir cajitas con tres pañuelos de tela para regalar a sus maestros en el día de su cumpleaños y las monjas del convento de La Visitación, en la calle de Goya, acudían a comprar sus “imperdibles” (seguros para la ropa). Contaba con teléfono público, cuando no lo había en las casas. “Cruzábamos la avenida para irle a avisar a los vecinos cuando les llamaban sus amigos y familiares”, relata nuestra protagonista. “Por eso conocíamos a todos”.
La Esperanza sí tenía competidor: A unos locales estaba la Librería Escolar. “Pero como el dueño era muy enojón y desatento –ríe ahora doña Lupita— pues a los niños no les gustaba comprar ahí”. Recuerda haber atendido a muchos personajes, además de los locos de La Castañeda, “los que ya no estaban tan locos y que se dedicaban a bolear zapatos y por eso nos compraban Cera Amberes”. Eugenio de la Torre, dueño de las minas de Tarango, adquiría en La Esperanza sus bloques de remisión. Fanny Anitúa, la mezzosoprano de fama internacional, compraba cuadernos pautados. Y Bernardo Quintana, fundador de ICA, pasaba por sus cigarros.
Hoy los útiles escolares se compran mayoritariamente en grandes almacenes, sin más ese papaloteo de listas por encima de las cabezas. Mientras tanto ahí está La Esperanza, en su lugar de siempre, atendido amablemente por Gerardo, el hermano de Guadalupe. En dos vitrinas exteriores con bases doradas se exponen libros de clásicos de la colección Sepan Cuántos de Porrúa, novelas de García Márquez y El Principito.
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