POR CARLOS FERREYRA
En el caserío había una sola familia ajena al clan de los León. El jefe de esa familia era un tal Laureano cuya aspiración era la jefatura del Comisariado. Imposible, a la hora de las votaciones el conjunto familiar se volcaba a favor de Raúl lo que terminó causando un odio cerval entre ambos.
A escasos kilómetros de Morelia, antes de llegar a la desviación al balneario de Cointzio, que en idioma local se pronuncia Cuincho, se encuentra un caserío, La Quemada, que hoy forma parte del fundo urbano de la capital michoacana.
Antes, pegadita a la ciudad, está la antigua Hacienda de Tzindurio donde presuntamente nació el sacerdote José María Morelos y Pavón. Y también mi padre, Alfonso Ferreyra León.
Hoy es simple colonia y la mencionó porque La Quemada era totalmente poblada por familiares paternos, descendientes de una hermana de la abuela Chite o Conchite en la costumbre de cambiar letras, u por o; e por I; a por e, atribuible a cierta influencia tarasca.
El jefe del Comisariado Ejidal era, obvio, un hijo de la tía abuela, Raúl, un tipo simpático, siempre sonriendo seguramente para lucir sus dientes de oro, tan de moda por aquellos tiempos.
Raúl era de mediana estatura tirando a bajito. Muy enteco, flacón, tenía unas muñecas gruesas y unas manos con unos dedos notablemente desarrollados. Manos y canillas de ordeñador.
En el caserío había una sola familia ajena al clan de los León. El jefe de esa familia era un tal Laureano cuya aspiración era la jefatura del Comisariado. Imposible, a la hora de las votaciones el conjunto familiar se volcaba a favor de Raúl lo que terminó causando un odio cerval entre ambos.
Conocida de sobra la agresividad de Laureano, Raúl portaba siempre una escuadra no muy notoria y tampoco impresionante de calibre .32 corto, pero con un solo cargador de ocho tiros.
Llegó lo que tenía que suceder. Celebraba el clan el cumpleaños de Raúl que por cierto no era aficionado al alcohol, cuando a medio festejo se apareció Laureano, totalmente ebrio y con una hoz en la mano.
Se lanzó contra el festejado al que encajó su instrumento en la espalda. A su vez, recibió la carga completa de la pistola. Huida de los contendientes y nuevo episodio.
Alrededor de las dos, quizá las tres de la mañana, en la casa de la plazuela de la Soterraña se oyó el golpeteo de la mano de bronce que en el portalón hacía las veces de llamador.
Abrió mi padre y entró, pálido y con voz temblorosa, los dientes apretados, me dio la impresión de furia y no de temor. Era Raúl que acudía a su tío en busca de consejo. Y que hasta ese momento no registraba su lesión.
En el departamentito que coronaba la casa alojaron a Raúl que a partir de entonces se convirtió en grata parte familiar. Como igualmente se hicieron familiares las visitas de la julia cargada de policías de largos abrigos oscuros, cascos reminiscentes de la Primera Gran Guerra y sus horribles mosquetones terciados.
Mi padre decidió que Raúl no podía volver a La Quemada mientras no se supiera dónde andaba el sujeto que recibió seis balazos y se fue, como fiera a lamer sus heridas a lugar desconocido.
Pasaron muchos años y nunca se supo de Laureano cuya familia se encerró en su casa sin buscar contacto con los vecinos.
Pero sabíamos que Laureano estaba vivo y moraba en Santa Julia donde una madrugada después de larga jornada de trabajo en el turno nocturno de Bancomer, lo topé, como de costumbre hasta las chanclas.
Mi susto fue mayúsculo pero el sujeto me miró, me recorrió de arriba a abajo y siguió su camino. Al parecer quería reconocerme pero por fortuna estaba demasiado alcoholizado.
Un día cualquiera voy de vacaciones a Morelia. En plena madrugada me presento en la casa del tío Leopoldo, hermano de mi madre. Su saludo fue desconcertante, me mostró el periódico del día, en la portada un montonal de gente rodeada de policías.
“Mira, toda tu parentela está en la cárcel”, y no faltaba nadie ni la tía abuela, salvo Raúl que se encontraba hospitalizado con varios balazos.
Luego de años todos se olvidaron de Laureano, que apareció en compañía de un sobrino, armados ambos en espera de Raúl que acababa de ordeñar a sus animales.
Tras una barda de piedra empezaron a tirotear a Raúl que acostó su caballo de panza y apoyado en la silla, respondió la agresión.
Avisaron a la tía abuela, que a gritos convocó al mujerío; los varones andaban en sus labores.
El grupo llegó hasta el lugar del tiroteo. Las mujeres y los acompañantes comenzaron a lanzar piedras contra Laureano y su sobrino.
Intempestivamente y coincidiendo con el arribo de la infaltable julia y sus uniformados, terminó la balacera, llegó una ambulancia que se llevó a Raúl con dos, tres, balazos en una pierna pero tras la barda, el cuerpo casi totalmente cubierto por las piedras, del sobrino. Murió al estilo musulmán, lapidado.
Laureano, el inmortal, escapó y nunca más se supo de él. Su familia desapareció del rumbo y tampoco se supo más.
El caso, que provocó entre estupor y comentarios poco respetuosos con los protagonistas, lo resolvió un juez bien trinchón: acusó a un menor de edad que se ofreció para tal procedimiento, lo condenaron a breve reclusión.
El hecho, en la década de los 60, ya ni siquiera es recordado. Todo está en paz y La Quemada hoy tiene calles y pavimento pero fresas sólo en la tienda de la colonia…
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