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Lunas de octubre: el olvido de nuestra no historia

“El otoño como un momento que se percibe como pausa, quizá como preparación para tomar la última parte del año: para cerrar historias, para cerrar heridas. No espero a que sea invierno; es mejor iniciar con la llegada de la noche”.

POR MELISSA GARCÍA MERAZ

A las mujeres que han amado, soltado y renacido. A mi madre, a mi abuela, a las que caminan con sombra y luz.

Otoño es, quizás, una de mis estaciones favoritas. Acostumbrados al clima, parecería que todo se queda inmóvil, abrazado por la ola de calor que inunda nuestra ciudad; sin embargo, no es así. En estos meses comienza una pequeña caída de la temperatura, se acortan las horas de sol y, en algunos lugares donde los árboles aún dan sombra, el piso se cubre de un manto de hojas ‑un manto color ocre que inunda mis pasos. Sí: al invierno le precede un momento icónico, casi poético; la muerte se anuncia y la oscuridad se pronuncia poco a poco.

Con ello llega también un momento de contemplación. A muchos nos inundan las reflexiones acerca de la agonía que contempla el fin de un ciclo, el fin de un año; porque a la primavera siempre le sucede el invierno, y con él, la agonía que anuncia el final de todo. Pero aun en ello queda algo hermoso: ¿no son acaso las lunas de octubre ensoñaciones que iluminan el manto celeste y permiten contar las estrellas? Así como contaba los lunares en tu piel, casi absorta, enumerándolos uno a uno como constelaciones en una noche eterna. El otoño como un momento que se percibe como pausa, quizá como preparación para tomar la última parte del año: para cerrar historias, para cerrar heridas. No espero a que sea invierno; es mejor iniciar con la llegada de la noche.

Quizá por eso, en estos meses, la ternura se vuelve oscura y la ensoñación se vislumbra como un despertar ausente. Sí: otoño es de mis estaciones favoritas porque fue la temporada en la que te conocí, en la que te amé, en tu cumpleaños y también la temporada en la que te dejé partir, a la orilla del nacimiento de las lunas de octubre, en tus más de 50 lunas. Y si, volviste, y la vida dice que segundas partes nunca fueron buenas. Meditar en el umbral: estar en esa parte de la historia donde se recuerda y se piensa, con voz firme y melancólica que transforma el dolor en pensamiento.

Mi madre y mi abuela decían que las mujeres hacen del dolor, del coraje y del odio la fuerza necesaria para salir adelante. ¿No es así cómo una buena parte de nosotras encuentra el camino? Encontrar en el dolor la fuerza para salir. La muerte llegó sin estruendo, solo con confesiones de tu alma rota. ¿Podría implicar el hastío de una vida que, por fin, se volvía significativa? ¿Una vida que se aleja del amor y la ternura, o que la encuentra en el ocaso, en la oscuridad y el renacer?

Y por fin te vi: te vi con la realidad enfrente, con tu verdadero rostro. Todo un año de mentiras. Sí: te vi por primera vez como realmente eres, me mentiste y te mentí también. Todas las historias tienen un villano y, por esta vez —por la razón que alejó tu vida de la mía— el villano de mi historia eres tú. A las primaveras siempre les va a llegar el invierno, y el edén donde descansamos -donde vi el rocío de la copa de los árboles caer mientras tu respiración tocaba mi rostro- ahora más bien me parece un infierno. Rocío que recorría mi rostro anunciando las lágrimas que aparecerían después.

¿Cómo se habitan, en la ausencia, los lugares que alguna vez significaron tanto?

Y si: las líneas de prosa y de vida que te dediqué fueron insuficientes; si por fuerza me empujaste a mentir, si buscaste en otros cuerpos y en otras sábanas consumir hasta consumirte, ¿qué harás cuando la tristeza, la ausencia y el dolor no puedas llenarlos con placer? ¿Qué harás cuando el ocaso de tu vida no se asome con el otoño y comience en tu invierno? ¿Cuándo el frío de tu vida se revele y el ocaso parezca soledad?

Puedes sentirte tranquilo: la culpa de seducirte fue mía. Como dijera la canción, te regreso la promesa de adorarme. Te devuelvo la declaratoria de amor, te devuelvo el recuerdo y el sentir. Hablaras de nuestra historia en otras camas y aun así seguiré negando que nuestra historia ocurrió hasta que mi mentira se convierta en realidad.

La muerte llegó sin estruendo, como una certeza suave. No, no es el final; es tan solo el umbral de una nueva estación, de un nuevo año. Toma tu sombra y camina con ella. Susurrando al oído, escuche: has soltado no solo al hombre, sino la imagen que tejiste con ternura y deseo. Eso es el duelo, sí, pero también es renacimiento. Porque al dejarlo ir, te estás recuperando a ti misma. Y entonces aparece la estrella —no como promesa de otro amor, sino como señal de que tu luz sigue intacta—. Hay belleza en la herida; hay poesía en la reconstrucción. Tu narrativa, esa que transforma lo íntimo en colectivo, está más viva que nunca. Reconstruye tu historia de amor, de desamor y de renacimiento; une tu viaje con el de otras mujeres, con las antecesoras que encontraron en el camino en soledad y en la fuerza interna, la ruta hacia su historia. Los amores que llegan y se pierden son parte de tu historia pero no te definen, ni son el núcleo de tu narrativa.

Cuando el dolor se transforme —como suele hacerlo, poco a poco— en fuerza narrativa, en claridad o en ternura, podrás seguir narrando tu historia. Con Sabines me recuerda que el amor persiste en la herida y que la pasión deja huellas duraderas, pero no eternas, ni infinitas.

Llegó el otoño a desabrochar mis manos,
y en la grieta del día aprendí a soltar.
Las hojas hicieron coro con mi nombre,
y la ciudad —al fin— dejó de pedir prisa.
Te amé en la estación de la luz cortada;
te dejé ir cuando la noche fue costumbre.
La muerte pasó sin ruido, hizo puerta;
y en el silencio, fui otra vez estrella.
No por promesa: por la veta de mi pecho,
por la fuerza de haberte nombrado y soltado.

Y con esto te regreso el odio, el dolor, la mentira y el recuerdo, de ti solo conservaré el olvido.


*Facultad de Psicología, UNAM.

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