Ése fue el viaje del aprender a compartir con otros y conmigo mismo los miedos y las dudas, pero también las alegrías de quien se encuentra, de pronto, sereno y satisfecho mientras el sol se oculta, inasible, en el Atlántico o ha sorteado el camino más agreste en medio de una traicionera neblina.
POR OSWALDO BARRERA FRANCO
Si algo me arroba y reconforta mi espíritu, como si lo envolviera en una frazada, es esa luz que, escoltada por un viento suave, se manifiesta los últimos días de septiembre para indicar la despedida del verano y la llegada fresca del otoño. Es el tiempo de la cosecha, del olor a leña, del café endulzado en las mañanas. Despedimos las lluvias y añoramos las jornadas cálidas, mientras las caminatas se alargan al igual que las sombras proyectadas por un sol adormilado. Aquella luz que las proyecta advierte también los atardeceres que anteceden las famosas lunas llenas de octubre.
El otoño es sinónimo de evocación, con la suficiente carga de nostalgia para sentir el peso de cada recuerdo en fuga, pero que a su vez da ligereza a los pesares, incluso los más allegados. Es más que una estación, aquel interludio entre equinoccio y solsticio, en espera de días más cortos y noches más frías. Y esa espera es dulzona, como el chocolate que bebemos con gusto en compañía de unos tamales conforme los crepúsculos otoñales se nos meten en el cuerpo y nos hacen querer montar altares llenos de comida.
El cambio durante el otoño también invita a viajar. No son viajes de descanso para el cuerpo, sino para el alma. Son viajes introspectivos, hacia el interior de uno mismo, durante una caminata por el parque y ante la serena contemplación de la gente al pasar.
Porque claro, la comida en México es un rasgo indiscutible del otoño. No son las hojas coloridas de otras latitudes, sino los guisos en cazuelas, las hojas de maíz o plátano, el azúcar que adorna multitud de panes, los aromas de las calabazas en tacha o del ponche que termina de hervir en jarros de barro. También lo es, hacia el final de la temporada y en vísperas de las festividades navideñas, las multicolores piñatas con sus rellenos de cañas, limas, mandarinas y dulces. Así es, los días otoñales también transcurren de altares de muertos a alegres posadas y nacimientos.
Esta época tiene mil y un significados, bajo un fulgor amortiguado en ocasiones y que parece guardar un secreto a voces: llegamos al final del año, de ese ciclo que adoptamos por capricho, en vez de hacerle caso a la propia naturaleza. En fin, nos hemos acostumbrado ya a aquellos volubles calendarios mientras las tardes templadas nos señalan la infalibilidad del cambio, de la trascendencia, de la permutabilidad.
Sin embargo, el cambio durante el otoño también invita a viajar. No son viajes de descanso para el cuerpo, sino para el alma. Son viajes introspectivos, hacia el interior de uno mismo, durante una caminata por el parque y ante la serena contemplación de la gente al pasar. Las fronteras que se transgreden no son sólo físicas ni entre países; hay un encuentro que se da en esa sensación de impertenencia a un solo lugar, un encuentro con raíces y expectativas cuando nos encaramos con aquello que, aunque nos parezca familiar, resulta desconocido porque se nos presenta con otra faz, de una manera nueva, para hacernos reflexionar sobre nuestro propio deambular en esta existencia.
Hay un viaje de ese tipo que recuerdo con renovado aprecio, tal vez porque me identifico con lo que éste representa a mis más de cincuenta años, al inicio de mi propio otoño, cuando se es más joven de ánimo que en lo físico, cuando los ritmos han cambiado y se aprecia más las pausas que las carreras desenfrenadas, cuando el trayecto se vuelve más importante que el destino. Es un viaje reciente, por distintos lugares y con diferentes acompañantes, en el que encuentro otra faceta de mí cada vez que me guío por la memoria, lo que no siempre me reconforta, pero cada vez aprendo algo nuevo de ello. Así que me dejo llevar por este otoño y las memorias de otros que lo han precedido.
Aquel viaje fue a Europa con tres muy queridos amigos, a quienes reconocí, es decir, conocí nuevamente, hace poco más de una década. Fue de hecho el viaje pospuesto de la adolescencia, aquél del joven que se dice adulto para sentirse dueño de sí mismo, de cada paso que dará de ese momento en adelante. Ése fue el viaje del aprender a compartir con otros y conmigo mismo los miedos y las dudas, pero también las alegrías de quien se encuentra, de pronto, sereno y satisfecho mientras el sol se oculta, inasible, en el Atlántico o ha sorteado el camino más agreste en medio de una traicionera neblina.
En aquel viaje nos adentramos en el terruño de quienes partieron hace tiempo de ese lugar para retomar su vida en México o que permanecieron ahí en espera de reencontrase con los herederos de aquel exilio; de ahí seguimos hasta tierras lusitanas, donde buscamos los pasos de Pessoa y perseguimos, sin éxito, los ritmos melancólicos del fado. Recorrimos las ruas y los caminos de aquellas tierras hasta llenarnos de la nostalgia portuguesa antes de continuar el peregrinar europeo, cada uno por su lado. Y cada día de ese viaje el otoño estuvo presente, en los campos desnudos de Castilla, en el ruido del oleaje ahí donde termina Europa, entre las vides que preceden un vino verde o un oporto, en el ocaso donde el mar se encuentra con la desembocadura del río Duero.
Agradezco que aquel viaje fuera bajo la luz otoñal. No podía ser de otra manera. No serían las mismas poblaciones, los mismos paisajes, la misma gente. Yo no sería el mismo si aquel periplo hubiera ocurrido en otra época del año, porque no hubiera logrado el mismo apego con el que en ese entonces me identifiqué. Hoy lo rememoro mientras espero el pan de muerto, los tamales y las bebidas calientes y reconfortantes de las próximas semanas, en tanto el otoño permanezca y nos recuerde que hasta él habrá de dejar paso a lo que venga después.
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