“Viajar en pesero es una vivencia tan emocionante como la experimentada al subirnos a los juegos mecánicos: los ‘carros chocones’, las ‘sillas voladoras’, ‘el martillo’, la ‘torre de caída’ y varios otros que nos zangolotean de aquí para allá”.
POR RODRIGO VERA
“¡Agárrate!”; es lo primero que me digo al treparme en un microbús y ver al joven chofer acompañado por su novia, acomodada al lado suyo, junto a la palanca de velocidades. La escena es muy común; estos conductores acostumbran pasear a su pareja mientras van al volante a gran velocidad y con la música del estéreo puesta a todo volumen. Adrenalina pura.
Con camisa desabrochada al pecho, gesto de auto suficiencia y mostrando algún tatuaje, muy pero muy “machines”, estos chafiretes presumen sus destrezas a sus chamaconas: aceleran con rapidez, frenan abruptamente, rebasan a los demás vehículos, se pasan los altos del semáforo y juegan a las carreras con otros microbuseros en una ruda competencia por recoger más “pasaje” en cada esquina.
… Y además lo hacen al ritmo de la música guapachosa que sale, estridente, de las bocinas colocadas en la parte superior del vehículo. Son bocinas adornadas con lucecitas intermitentes y multicolores, como las usadas por los “sonideros” que amenizan bodas y fiestas de quinceañera de sus barrios.
A esta música se le une, como si fuera otro instrumento musical, el traqueteo herrumbroso del propio pesero, ya que generalmente es una desvencijada unidad a la que le faltan tuercas y tornillos, con puertas y ventanillas flojas. De manera que cuando pagamos el “pasaje” (comúnmente con monedas de a peso, por eso el nombre de pesero), no solamente es para transportarnos de un lugar a otro, ¡no! también lo hacemos para entrar en una caja acústica con sonidos producidos por el conductor, quien es el amo y señor de ese espacio. Entramos en una especie de maraca metálica que corre sobre cuatro ruedas.
Pero además, viajar en pesero es una vivencia tan emocionante como la experimentada al subirnos a los juegos mecánicos: los “carros chocones”, las “sillas voladoras”, “el martillo”, la “torre de caída” y varios otros que nos zangolotean de aquí para allá.
Igual ocurre en los raudos microbuses que recorren las calles de la ciudad de México. Sus frenones y acelerones hacen que los pasajeros parados choquen unos con otros, al extremo de que algunos llegan a perder el equilibrio y caer al piso.
El secreto para sostenerse, como en los juegos mecánicos, es ir bien asido a un punto. En este caso, para el pasajero que viaja sentado lo recomendable es estirar el brazo y agarrarse al respaldo del sillón delantero, para no golpearse la cara al momento de un frenón. Aquí no hay mucho problema. Es simplemente seguir la postura de quienes se suben a la vertiginosa “montaña rusa”, cuyo punto de apoyo siempre queda al frente.
Sin embargo, para el pasajero que viaja de pie es más difícil mantener el equilibrio. Debe agarrarse al pasamanos tubular que circunda la parte interior del pesero. Pero eso no basta, también debe saber manejar el peso de su cuerpo para no caerse. Lo recomendable es mantener los pies un poco separados. Así, de pronto descansará su peso en el pie izquierdo y de pronto en el derecho, siguiendo el compás de los acelerones y frenados del chafirete –“izquierda, derecha, izquierda, derecha”, se puede decir uno mentalmente–. Incluso es necesario flexionar un poco las rodillas. Este resorteo corporal mantendrá un óptimo equilibrio a lo largo del trayecto.
Hay sin embargo ocasiones en que, debido a los apretujones –sobre todo a las horas pico–, uno no logra agarrarse al pasamanos ni tampoco mantenerse con los pies abiertos, pues se está aprisionado en la llamada metafóricamente “lata de sardinas”. Queda uno sin asidero entre tanto empujón. En este caso, debe procurarse estar junto a personas obesas, quienes siempre abundan y cuyas prominentes barrigas brindan un excelente acolchonado, como las bolsas de aire de los automóviles.
Finalmente, la parte que requiere mayor destreza física es el momento de la “bajada”. Para llegar a la puerta de salida hay que empezar a abrirse paso entre los pasajeros y tocar el timbre –si es que funciona— en el momento adecuado. También gritar: “¡Bajan!”, para asegurarse que el conductor abrirá la puerta. Eso sí, por lo común el pesero nunca se para completamente al bajar su “pasaje”. Es más, hay ocasiones en que va a una considerable velocidad. De ahí que el pasajero debe saber saltar para no caer de bruces sobre la banqueta, porque puede hasta sufrir una fractura.
Entre las “suertes” de la charrería, la más difícil y peligrosa es el “Paso de la Muerte”; cuando el jinete salta de un caballo a otro en plena carrera, es la “suerte” final de esa mexicanísima competencia. Igual ocurre en el transporte público, hay que saber dar el “salto de la muerte”; brincar a la banqueta desde un vehículo encarrerado… Y es también la prueba final.
Aquí lo recomendable es atisbar primero, por las ventanillas, las condiciones del terreno sobre el que se va a saltar: puede ser un área despejada, o bien puede haber un charco pestilente o un puesto de fritangas. Hay que tener muy cuenta este tipo de obstáculos.
Y al momento de saltar –ya bien calculada la velocidad del microbús y el espacio que se tiene–, nunca hay que perder de vista el sitio sobre el que se va a caer, y finalmente tocar piso con los pies bien plantados, sin trastabilleos para no lastimarse los tobillos. Se requiere mucha precisión y mucha práctica.
Todo esto conviene hacerlo con un espíritu deportivo. Resulta muy estimulante observar a los atletas que compiten en el salto de longitud, una prueba que ya se realizaba en los Juegos Olímpicos de la antigüedad –algunos siglos antes de Cristo— y cuyos campeones actuales pegan brincos de más de ocho metros de largo en lo horizontal… y caen con los pies bien puestos. Y en lo vertical, igualmente es muy ilustrativo observar a los saltadores de garrocha, la manera en que manejan el quiebre de cintura y el estiramiento de los brazos antes de caer. Pues bien, con esa graciosa flexibilidad deberíamos saltar del microbús.
La mayoría de los microbuseros gustan de la velocidad, nos brindan la oportunidad de vivir todas estas experiencias lúdicas. Pero más todavía los jóvenes cafres que sacan a pasear a sus chamacas, pues para apantallarlas pisan todavía más fuerte el acelerador… Por eso me digo: “¡agárrate!”, cuando los veo al meterme al microbús.
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