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Navidad, en sus cinco sentidos

Ayeres que se extienden al hoy y prevalecen en las ricuras de la cocina hogareña, mediando la prodigiosa sazón de los guisos maternos. Inolvidables, los romeritos apretujados en un bolillo crujiente o con bacalao a la Vizcaína; y el pavo relleno de manzanas y castañas, especialidad de Martha Chapa, mi gran compañera…

POR ALEJANDRO ORDORICA SAAVEDRA

La Navidad, aparte de su emblemático mensaje de amor y paz, envuelve delicadamente, año con año, a nuestros cinco sentidos.

Cada quien, es cierto, endulza sus experiencias, sentimientos y emociones para luego archivar en la memoria las más entrañables o estremecedoras.

Repaso entonces, tan sólo algunas de esas vivencias e impresiones, que aún permean los territorios del corazón y la mente.

Empiezo por la vista y reaparece la profusa decoración navideña que montaba mi madre, siempre hacendosa e imaginativa, a lo largo de las paredes de la sala y el comedor con festones y figurillas, además de los arreglos navideños que confeccionaba a base de esferas multicolores, escarchas y piñas ambarinas, enclavadas o adheridas a una tablilla de hule-espuma, simulando una planicie nevada. Qué decir de las posadas y sus piñatas de siete picos, tan pródigas en frutas de temporada y dulces, aliándose en contra de los pecadillos capitales. Y afuera, en las calles, cuánto nos deslumbramos siendo niños, ante lo que simplemente llamábamos la iluminación, embelleciendo nuestro Zócalo ancestral; o sorprendidos frente a árboles agigantados, nacimientos colosales, aparadores repletos de juguetes y mercaderías puesto el anzuelo del consumismo; e igual, durante el recorrido por la Alameda Central, a fin de registrar el recurrente retrato junto a ese Santo Clóus, cachetón y rubicundo…; o la visita anticipada a aquella legendaria tienda “La helvétia”, para escoger las esferas, el pico del arbolito y un pequeño contingente de pastores hechizos que completaran las montañas de musgo en el Nacimiento.

Ante nuestros ojos, conforme avanzábamos en edad, desfilaban también cuentos y leyendas que al leerlas enriquecían la concepción de la Navidad, y avivaban nuestro fervor solidario hacia el prójimo, ya las relatos de Dickens o “La fosforerita” de Andersen; y con el tiempo, ir hacia otras latitudes más intensas y conmovedoras, dentro del mismo tema, rumbo a la novelística de Ágatha Christie y Truman Capote…; o sumergirme en un cuento de mis favoritos:  El abrigo, de Gogol, que aunque no alude a la temporada navideña, me remitía a una atmósfera similar, no sólo llena de nieve, sino también por la frialdad humana y las paradojas del destino; y en  especial mis lecturas en torno a pasajes de La Biblia, que iluminan la rememoración del nacimiento de Jesús.

Los oídos, tampoco quedan fuera y traigo aquí a las letanías que solo con un cuadernillo a la mano, pude recordarlas y entonar sus estrofas, o disfrutar vivaces villancicos resonando al parejo de la música popular y sus cantantes en cascada, se trate de Bing Crosby o Elvis Presley en sus respectivas y amelcochadas interpretaciones de “Blanca Navidad”; José Feliciano y su rumbosa “Feliz Navidad”; y desde mi niñez, quedar seducido al escuchar “Amarga Navidad” en la voz grave de Amalia Mendoza “La Tariácuri”, —quien nos aleccionó de paso para suprimir en el cierre del año cualquier mal de amores—, en un disco de 78 revoluciones en el tocadiscos casero. Sin faltar, mis primeras incursiones en el repertorio de la llamada música culta, según recuerdo lo mismo el Oratorio de Navidad de Bach, El Mesías de Handel, y mi preferida El cascanueces de Tchaikovsky. Y si se trataba de bailar, ya en las inmediaciones de las celebraciones de Año Nuevo, los mambos de Pérez Prado, los chachachás de Jorrin, y posteriormente el rock, el twist y de remate la Sonora Santanera. Y en caso de combinar imágenes y sonidos, ver las películas antigüitas en blanco y negro, que más allá de sus devaneos y pretensiones moralizadoras, me parecían divertidas y enternecedoras.

También, temporada de delicias, que como evocaba Proust, cuando al probar una rosquilla en el presente se le derramaba el pasado. Ayeres que se extienden al hoy y prevalecen en las ricuras de la cocina hogareña, mediando la prodigiosa sazón de los guisos maternos. Inolvidables, los romeritos apretujados en un bolillo crujiente o con bacalao a la Vizcaína; y el pavo relleno de manzanas y castañas (especialidad de Martha Chapa, mi gran compañera), antecedidos por un ponche ardiente y la ensalada Nochebuena, y finalizados con un pastel de nuez o frutas. Pero no todo es sabrosura, pues muchos hogares solo disponen de un pollo rostizado como platillo principal, dada la inflación, la carestía… y la desigualdad económica y social, en tanto un lastre que por siglos arrastra nuestra sociedad).

A la vez, diría yo, el momento culminante y esencial, corresponde al tacto, a través del reparto fraternal de abrazos, manos estrechadas, caricias espontáneas y en inmediaciones del encuentro humano, que de quedarse solo hacia adentro de los muros, corre el riesgo de decaer en falsos acercamientos y escasa empatía hacia los demás, a los que tanto sufren, viven entristecidos, padecen enfermedades, pobreza o desamor. Trances difíciles y dolorosos, como ese trago amargo de la primera Navidad, cuando ya no están a nuestro lado los seres más queridos y resentimos inmensamente su ausencia, no obstante creer firmemente que habitan un mundo mejor. Y el anhelo de que uno nunca quisiera que la Mesa Navideña dejara de estar presidida, fraternal y simultáneamente, por las tres generaciones: abuelos, padres e hijos, en tanto las bengalas chisporrotean e imaginamos que irradiarán generalizadamente salud y bien común.

Hoy, más allá de reconocer la calidez y la bienaventuranza de los recuerdos, o lamentar el desvanecimiento de algunas tradiciones, celebro esa luz esperanzadora apenas encendida por nuestros jóvenes convocándonos, a todos y todas, a luchar contra la criminalidad, la violencia, la autocracia, la corrupción, la impunidad y la falta de un futuro con prosperidad compartida.

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