“Es mi vínculo actual con aquellos veranos de hace más de 40 años, cuando descubrí que, así como yo disfrutaba mis espacios de juego y convivencia antes o después de un repentino chubasco, mientras el sol se ocultaba tarde para alargar el goce”.
POR OSWALDO BARRERA FRANCO
La lluvia ha llegado con retraso, pero finalmente alcanzó al solsticio. Al asomarme a la ventana, las gotas sobre el cristal distorsionan la vista de un paisaje nublado y cargado de expectativas. Es verano, por fin, y éste en particular viene con una emoción extra que me hace recordar otros veranos similares.
Al pensar en ellos, con cierta añoranza recuerdo cómo cada fin de año escolar marcaba el inicio de este periodo de vacaciones que buscábamos alargar lo más posible. Representaba también el cierre de un ciclo escolar que, en términos generales, solía ser positivo en lo académico y era bien recibido para volcar la energía contenida en el reencuentro con los amigos de la cuadra, mientras dejaba atrás por unos meses a los del colegio, al menos hasta el final de ese verano, a sabiendas de que volveríamos a vernos en septiembre.
Los veranos significan el principio y el fin de periodos significativos cuando vas creciendo. Son la apertura y el cierre de capítulos determinantes para la formación de uno como individuo. Son el adiós y la bienvenida a nuevas emociones, a nuevos aprendizajes. En lugar de contar la vida por años, en aquel entonces podía contarse en veranos, cuando las mañanas tirado en la cama podían alargarse indefinidamente y las tardes se llenaban de actividades destinadas a agotar, de ser posible, nuestra energía mientras disfrutábamos de una sensación única de libertad.
También han marcado otros hitos relevantes, al menos en mi caso. Al crecer vas dejando atrás las aventuras y los juegos veraniegos para desarrollar más aptitudes y recorrer otros caminos para tu desarrollo personal. Mi primer trabajo, digamos formal, llegó durante un verano, no fuera uno a perder el tiempo sin hacer nada durante dos meses. En un verano llegó a su vez la campaña de alfabetización y con ella los nuevos apegos y las lecciones de vida más valiosas recibidas hasta ahora. Sí, los veranos, como la lluvia, cambian el paisaje de nuestras vidas y lo siembran con experiencias nuevas.
Claro que luego vienen las responsabilidades que nos vuelven adultos y nos absorben por completo, y el verano pierde mucho de su significado original. Se vuelve una estación más en la que hay que sobrellevar la rutina y, si se tiene suerte, se puede contar con un breve escape para tener la ilusión de salir de ella. Las vacaciones del estío ya son sólo un anhelo agónico y aprendemos que es mejor disfrutar la ciudad ahora que el tránsito se agiliza sin los niños, y sus padres, corriendo para llegar a la escuela, en lugar de ir a algún sitio atestado de turistas. Llega una calma que se agradece, así como la lluvia que deja las calles oliendo a petricor y reverdece los jardines y camellones.
En medio de esa nostalgia apacible, mientras miro al cielo dejarse caer desde mi ventana, busco algo en esos días lluviosos y templados que me devuelva un poco de lo perdido hace décadas. Sé que hay algo que conecta el verano de mi presente con los de aquellos días de atardeceres prolongados y una armonía perenne en los ocasos. Y de repente lo reconozco; siempre ha estado ahí, desde hace tanto que me aferro a la alegría que me despierta su reencuentro.
Lo admito, soy un gran aficionado a los Juegos Olímpicos, en particular los de verano, a los que sigo desde que tenía nueve años, cuando sentí primero un gran entusiasmo al ver a Daniel Bautista avanzando con decisión hacia al oro en los 20 kilómetros de marcha para luego, de un momento a otro, llenarme de desconcierto cuando fue descalificado bajo un puente de Moscú. De la gloria a la injusticia en un santiamén. ¿Por qué tanta afinidad hacia esos sentimientos encontrados? ¿Por qué seguir con vehemencia, cuando ni a deportista amateur llego, una justa que tiene lugar cada cuatro años en otros rincones del planeta?
La respuesta es precisamente el contexto del verano, cuando, cada cuatro años, se convoca a la humanidad a mostrar lo mejor de sí en un gigantesco acontecimiento deportivo. No siempre ha sido así, como lo demuestran los boicots, los atentados y los casos de dopaje. También hemos atestiguado lo peor del espíritu deportivo, atajado por los intereses de índole política y económica alrededor de los juegos. Y, sin embargo, siguen ahí, a pesar de todo, alimentando y satisfaciendo la parte competitiva que nos hace ser los mejores en lo que hacemos o por hacer que otros, al alentarlos, den lo mejor de ellos mismos y se sientan cobijados por el orgullo del pueblo al que representan.
Ése es mi vínculo actual con aquellos veranos de hace más de 40 años, cuando descubrí que, así como yo disfrutaba mis espacios de juego y convivencia antes o después de un repentino chubasco, mientras el sol se ocultaba tarde para alargar el goce, había un planeta entero representado por sus atletas en busca de dejar un legado.
Las gotas en mi ventana siguen cayendo, como espero que lo hagan en las siguientes semanas, cuando lleguen la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, todas sus competencias y, finalmente, como al final de cada año escolar, la clausura que diga adiós, hasta el siguiente ciclo olímpico, al mayor evento deportivo, capaz de reunir a todas las naciones del orbe, como la lluvia es capaz de evocar todas las emociones que, por un verano, me hacen volver a mis ayeres.
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