Libre en el Sur

Reactivación en Portales: Más ambulantes que compradores

En el tradicional barrio comercial, la oferta es mayor que la demanda

Contratan el mercado de abastos y las tiendas de productos para fiestas infantiles, carentes de clientes, con otros negocios que son concurridos.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Domingo, tarde del 14 de noviembre. Portales es con un frío de invierno adelantado el lugar donde hay más vendedores ambulantes que compradores. Los informales son aún más de lo que había poco antes de la pandemia, cuando ya el gobierno de la demarcación había retirado unos 120 puestos de la Calle Santa Cruz. Hoy es diferente. El dolor calma los ánimos hasta de quien consideraba esta práctica como desleal, que lo es, pero es que ya la sobrevivencia se valora de otra forma.

Artesanías.

En esa calle Santa Cruz, los informales venden a dos metros y frente a la cara de los comerciantes formales, algunos de larga tradición en el barrio, productos y chácharas de lo más diverso: gorros tejidos a mano, películas pirata, lentes de sol, lencería, accesorios para celulares, relojes, especias, miel y jalea real, cocoles, bisutería, joyería de fantasía, accesorios de belleza y maquillajes… En la venta de “pulgas” se ofrecen hasta consolas antiguas de sonido. Compiten hasta por las pestañas postizas y han copado las mesas que están en la esquina del cafecito La Finca de Lina.

La espera.

Vendedores de frutas y verduras se alternan el espacio. Del cuello de los marchantes de los locales fijos parecen surgir los mostradores que quedan suspendidos en el aire invadiendo un palmo de la acera; mientras otros ocupan un recoveco en las esquinas camuflados por los huacales, casi como para ser descubiertos en un juego de azar. Y sin embargo aquellos tímidos tienen mucha más clientela que los marginados que han quedado a tres cuadras contemplándose desde tres esquinas con sus armatostes retacados de rojo jitomate, blanco cebolla, naranja zanahoria y verde.

Pese a la inflación al alza, los precios de todos ellos sorprenden cuando se comparan con los del mercado cercano, uno de los más tradicionales de toda la ciudad: Kilo de guayabas a 20 pesos, los plátanos a dos por 20. Las calabacitas cuestan 15 pesos el kilo, sin pasar por el congelador que mata su sabor y desdibuja su verdor. Tal vez por ello es tan amable el despachador de la fruta al interior del mercado, que no puede igualar las ofertas pero explica con paciencia las cualidades de esa fruta extraña llamada pérsimo.

Ahí en el mercado un locatario–solo uno—se precipita a anunciar la época navideña con figuritas de tela de Santa Clós y nochebuenas, lucecitas de colores y coronas de plástico. En la fachada del galerón está todavía la manta con la que se publicitó la romería del Día de Muertos. A doscientos pasos de ahí asoma algo más de las fiestas decembrinas, en el tramo de las tiendas de dulces, desoladas ahora mismo, donde ya se exhiben colgadas las piñatas de siete picos, que son de cartón pero que lucen con buena manufactura y colores tan vivos que hacen más evidentes las paredes despintadas de los locales en las que se venden.     

Mercado de plomería.

En el camino se encuentra una viejecita solitaria cuya edad octogenaria se manifiesta en decenas de rayitas en su rostro, del que sin embargo no cuelga la piel. Ella está sentada en un bote de pintura en el sentido de la calle y no de la acera por la que pasan los potenciales compradores de las agujetas que ofrece sobre una manta colocada en el piso y retuerce el cuello a cada minuto, sin mover su aún robusto tronco, para mirar a los transeúntes como esperando que ellos adivinen las carencias y los deseos depositados en su silencio.

Paso a desnivel de Tlalpan. La soledad.
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