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Réquiem por las palmeras de la hermandad

Era sábado y su “no puede ser” me abrumó, tratando de adivinar la causa de su queja, mientras él seguía la hilera de palmeras secas.

POR IVONNE MELGAR

En el último peldaño del quinto piso, la nostalgia es un estado inescapable en el que me encanta habitar para abrazar con ímpetu voraz lo que hoy tenemos.

Amo la plenitud de rememorar con otros una evocación de aquellos momentos que encierran la gratitud de la vida, simbolizándola.

No me apena ejercer con gozo, casi siempre en sábado, el inexistente pero vivido verbo de nostalgiar con amado Martín Beltrán cuando nos toca contemplar la ciudad.

Y lo aclaro porque el algoritmo ya me viene asomando alertas de las manías de los viejos que enfadan a la familia joven, destacando esa de añorar lo que se fue.

La nuestra, sin embargo, no es aún una nostalgia que lamente lo perdido, sino que se regodea en lo que hemos sido como prólogo memorable del presente compartido.

Con esa misma búsqueda de sentidos y significados disfrutamos la CDMX, elogiando su magnífica gastronomía planetaria y la pluralidad de sus baristas.

Porque con excepción del tiempo, que sí extraño, en que los taxis estaban por todas partes, esta capital hace grandes méritos para evitarnos la nostalgia.

No es que invisibilicemos los problemas eternos ni los que siguen creciendo en esta urbe de tráfico, pero vaya que las novedades agradables lo compensan.

Claro que es triste la cultura de la franela y la cubeta boca abajo, pero qué lindo saber que somos una ciudad arcoíris, cómelo todo, perruna y cada vez más gatuna.

Vaya que enfadan las banquetas intransitables por la vendimia, una molestia diluida al descubrir sitios dónde tomar una copa de tinto sin sentir que me asaltaron.

Ver menos vehículos con un solo viajero al volante es una aspiración que toma rumbo, al confirmar el creciente uso republicano del Metro y el Metrobús.

Amplia es la lista de deseos urbanos pendientes como extensa la de que han ido cumpliendo en esta megalópolis bicicletera y obligada a la inclusión.

Con exposiciones temporales al tope, karaokes, talleres, festivales y ferias para gustos diversos, la CDMX te complica demasiado la pretensión del éxodo.

Y nunca dejas de sorprenderte si, siendo sureña, registras la iconografía del Oriente desde el metro descapotado o los murales de Ermita frenan tu prisa.

Todo eso para documentar que son escasos los márgenes de nostalgia citadina para esta chilanga por migración desde 1978, cuando de 13 años llegué al DF.

Eran los días de la construcción de los Ejes Viales del regente Carlos Hank González y del socorrido Eje Central que pronto disfrutaríamos con el resolutivo trolebús.

Fue en ese transporte que supe que Xola era, además de estación del Metro, zona de varias colonias, una avenida con ese nombre y el Eje 4 Sur que la cruzaría.

Son paisajes que inauguraron nuestra oriundez capitalina con el contraste que implicó venir de San Salvador a una metrópoli con trasportes desconocidos.

Los vagones naranjas, el tranvía de Tlalpan y el trolebús de la línea central, que también se llamó Niño Perdido, fueron experiencias muy intensas para las niñas Melgar.

Particularmente, examinaba absorta los íconos de las estaciones del Metro, disfrutando la sencillez del chapulín, la iglesia, el chabacano y la palmera de Xola.

La dulzura de aquellos días aprendiendo a viajar auxiliada de esos dibujos volvió conmigo la tarde en que Martín se quebró frente a sus árboles de la secundaria.

Íbamos sobre Universidad y le contaba del envidiable parque de Vértiz que Sara Lovera me compartió en una entrañable conversación, cuando él reparó en la pérdida.

Era, por supuesto, sábado y su “no puede ser” me abrumó, tratando de adivinar la causa de su queja, mientras él seguía la hilera de palmeras secas.

Me dio vergüenza íntima, no declarada, darme cuenta de que nunca había visto ese cambio de la postal de una vialidad que transito a menudo.

“Están muertas, todas, eran las palmeras a las que veníamos Manuel y yo en la secundaria, las escalábamos, hasta arriba, rodeándolas”, me dice.

Pensé en la palmera de la línea azul y en mi ignorancia colegial de que esa identidad de la estación de Xola era por los árboles que entonces enorgullecían a la CDMX.

Los mismos troncos que un sábado de abril sacudieron los recuerdos de Martín con su hermano gemelo cuando, a escondidas de la mamá, se retaban escalándolos.

“Caminábamos sobre Diagonal de San Antonio, al salir de la secundaria, y las palmeras se veían muy frondosas y vivas, de la Glorieta de Etiopía a Vértiz”, revive.

“En la tarde, íbamos al Parque de Las Arboledas por metro División del Norte; tomábamos Universidad, y doctor Vértiz, sobre sus camellones con palmeras.

“Nos gustaba treparnos para bajar, según nosotros, unos dátiles, pero no lo eran y los guardábamos en una bolsa, para después revisarlos”, cuenta.

¿Nunca se cayeron?, pregunto, dolida de haber sido una mamá helicóptero y que a nuestros hijos no les tocara en su adolescencia la libre vagancia vespertina del barrio.

“Muchas veces: una vez al resbalarse, a Manuel se le incrustó en el antebrazo una astilla. Fue feo porque teníamos miedo de que sangrara mucho al sacársela.

“Eran astillas largas de la palmera. Porque subíamos hasta el final, lo equivalente a un tercer piso de los edificios de departamentos, tal vez unos seis metros.

“Las trepábamos para tocar las copas, anchas y frondosas. Nos gustaba hacerlo. Eran altas, pero a la mitad de lo que crecieron 30 años después”, responde.

Martín me platica que les dio una plaga. Lo había leído, lo sabía, pero hasta esa tarde de la reciente primavera reparó en el tamaño de la epidemia que ha sido mundial.

Y es que han caído las palmeras de Islas Canarias y las descendientes de la que donó el rey etíope Haile Selassie, cumpliendo una feliz ocurrencia presidencial.

Como Libre en el Sur lo ha narrado, el presidente Miguel Alemán se fascinó con Los Ángeles e instruyó sembrarlas para emular su emblemática fisonomía.

Gracias a Francisco Ortiz Pinchetti y Francisco Ortiz Pardo tenemos la crónica de las palmeras lloradas, salvadas y las que una plaga mal tratada se llevó.

“Se cayeron como si las hubiera mojado la lluvia, pero secas”, resumió Martín con una nostalgia que, sin pretenderlo él así, me llevaba al remordimiento aleccionador.

Porque si la indiferencia me privó del regocijo de las copas frondosas, el relato del refugio que fueron me obliga al abrazo de los árboles que siguen de pie.

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