Libre en el Sur

Resistencia en ruedas

“Los niños ya no juegan, los peatones han desaparecido, los pequeños comercios dieron paso a los Oxxo, y la música, que antes llenaba las esquinas, los grupos de señores y señoras contando los últimos rumores y noticias, ya no están”.

POR MELISSA GARCÍA MERAZ*

Esa tarde, a Matilde le dio por recordar aquellas tardes en la colonia Juárez de los años 50. En esos días, ella era apenas una niña de 12 años, y las calles vibraban con el sonido de las bicicletas, las risas de los niños y las conversaciones entre vecinos. Había parques llenos de flores y niños. Cada rincón estaba lleno de historias, heladerías abiertas para todos y una profunda sensación de pertenencia. La colonia, la comunidad o, como se decía comúnmente, el barrio, era un reflejo de cada una de las personas que lo habitaban.

Desde su departamento, ahora mucho más reducido en comparación con el que habitó en su niñez, Matilde se asoma por la ventana, tratando de encontrar algo que la haga recordar aquellos años. Aquellos carros de helados, el sonido de los vehículos que anunciaban el circo, e incluso la voz del señor que, con esperanza de vender algún diario dominical, anunciaba las últimas noticias a través de su megáfono.

Pero eso no sucede. Lo que enfrenta es el silencio. Algunos autos pasan por la calle; es bueno que sean solo unos cuantos, reflexiona, porque por la mañana el ruido de los coches es ensordecedor, no solo por los motores, sino también por quienes tocan el claxon para intentar avanzar. En un intento inútil y desesperado por avanzar.

“¡Cómo ha cambiado la ciudad!”, se pregunta: “¿Qué ha pasado, que ahora solo tiene dos posibilidades el ruido ensordecedor de los ruidos de los autos o el silencio?” Los niños ya no juegan, los peatones han desaparecido, los pequeños comercios dieron paso a los Oxxo, y la música, que antes llenaba las esquinas, los grupos de señores y señoras contando los últimos rumores y noticias, ya no están. Esta homogeneización del comercio, controlado por un solo capital, ha acabado también con los pequeños negocios y comerciantes, reduciendo la diversidad cultural y social. Ahora, cada uno se encierra en su departamento, los más jóvenes en sus alcobas, en sus oficinas catalogados ya como recintos sagrados para el trabajo, libres del bullicio del barrio, sin darse cuenta de que este ha dejado poco a poco de existir. Algunos incluso limitando la convivencia con sus familias al mínimo, al grupo de WhatsApp, disfrutando de la música en sus audífonos y dejando atrás las fiestas colectivas.

Matilde tiene una nieta. Ella es aún joven, pero en sus pláticas con su abuela ha aprendido a defender su ciudad. Va al café de la esquina y tiene un grupo de amigas con quienes patina en un parque cercano.

Hoy, esta ciudad de Matilde, como muchas otras, enfrenta nuevos retos y se plantea una pregunta: ¿cómo conservar esos espacios y relaciones, garantizando a la vez vivienda, movilidad y derechos para todos? La vida citadina, cada vez más ajetreada, nos ha llevado a no disfrutar de la ciudad. Esos grandes proyectos urbanísticos que prometían ser el centro de la vida y el alma colectiva de los pueblos han cedido su paso al silencio, al comercio homogéneo y a la perdida de espacios para el peatón, el grupo de juegos y el sonido de la comunidad en general. La memoria colectiva caracterizada por ser esa forma de festejo comunitario que implicaba la vida misma en los espacios públicos se ha ido apagando. Habermas, en un hermoso relato acerca de la esfera pública, afirmaba que las primeras reuniones fuera de los palacios, de las cortes de los reyes, surgieron en cafés, restaurantes y tabernas, donde las personas se reunían a conversar, a comentar y a crear, incluso, a la que hoy conocemos como la opinión pública. Esas oportunidades de compartir el café en las calles crearon una comunidad de intercambio y participación democrática que dio como resultado la esfera pública y, con ella, la posibilidad de interactuar socialmente con un objetivo común: empoderarse a partir del intercambio de información.

En nuestro pasado, esto no fue diferente. Las grandes plazas, como las de Tenochtitlán y otros centros urbanos, eran espacios de comercio, de intercambio de bienes y de ideas. Teotihuacan, con sus vestigios arqueológicos, es aún testimonio de patios comunes en las zonas habitacionales, donde el intercambio ideológico y religioso era fundamental para la interacción social. Donde la vida salía de las habitaciones para interactuar y crear comunidad, un sentido de pertenencia que llevaba a crear un alma colectiva y una historia común.

Matilde tiene una nieta. Ella es aún joven, pero en sus pláticas con su abuela ha aprendido a defender su ciudad. Va al café de la esquina y tiene un grupo de amigas con quienes patina en un parque cercano. Cada día se enfrenta a la pérdida de espacio por una vida virtual y de consumo rápido. Tina, como Matilde la llama cariñosamente, recuerda las historias de su abuela. Al igual que ella, toma la bici para pasear con sus amiga, para ir al parque, para ir a la Universidad. Cada vez que cruza el mismo parque donde paseaba su abuela, siente que asume ese espacio como propio, como parte de una historia familiar y sus propias raíces.

También sabe que las bicicletas fueron sustituidas por automóviles, no solo como un acto de consumo sino por un cambio ideológico que ubicó a la bicicleta como algo de bajo costo y el automóvil como símbolo de poder adquisitivo. Así es como se estigmatizó su uso y se prefirió el consumo del auto para la clase media mientras la clase baja se quedaba con sus bicicletas. Así como se estigmatizó el beber pulque y otras tantas cosas que eran parte de nuestra historia común. Pero resiste: toma su bicicleta rosa cada mañana y sale a recorrer las calles, pensando en su “derecho a la ciudad”, en retomar los espacios y transitar por donde le han dicho que no debería o que debería temer. Va con sus amigas al parque y realizan recorridos sabatinos. A veces, lleva su bocina, para que la ciudad escuche lo que ha perdido: su música, su canto. Su paso matinal por las calles es un símbolo de resistencia contra la homogeneización.

Mientras recorre la ciudad con su bicicleta, Tina no solo lucha por su espacio en la ciudad; lucha también por la memoria de su abuela, por el eco de una vida compartida en cada esquina y cada parque. Al pedalear, parece invitar a la ciudad a recordar lo que una vez fue y lo que aún podría ser. Porque al final, la ciudad no es solo calles y edificios, sino el latido de quienes, día a día, la sueñan más justa y humana.


*Facultad de Piscología, UNAM.

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