Libre en el Sur

Resurge el puerto de Veracruz en medio de la tercera ola: el danzón debe continuar

FRANCISCO ORTIZ PARDO

Dependientes del turismo y el comercio ultramarino, los jarochos se abren paso en medio de la pandemia, luchan por reactivar su economía y hasta vuelven a bailar danzón.

Efectivamente, al caer la noche del sábado, la danzonera Alma de Veracruz, compuesta por 11 músicos que guardan distancia entre sí, entona Por un cerro mejor y su director, un mulato que toca una de las trompetas, da la bienvenida a visitantes de Puebla, Ciudad de México, Guadalajara… y hasta de Tijuana.

En los portales que rodean la Plaza de la República (o de la Reforma), los grupos de música norteña irrumpen contra la tradición para deleitar a los clientes de los bares. Un poco más lejos se escucha la marimba, el eco resistente del pasado… Los borrachos niegan el virus con su comportamiento y derrochan dinero en peticiones que van desde Tatuajes hasta El tucanazo. Hay quien duerme junto a una botella de cerveza.

Sobre el mármol que se extiende como tablero de ajedrez en la plancha frente al Palacio Municipal, una veintena de parejas protegidas con cubrebocas bien colocados hasta las narices, vuelven a darle vida alegre a sus pies, envueltos los de ellos en zapatos de charol y los de ellas haciendo malabares sobre tacones mágicos. Un chorro de agua brota de la “fuente seca” al centro de la plaza.

El baile es por ahora un placer limitado a los sábados, hasta que llegue un “nuevo aviso” para reanudar los miércoles. Son 90 minutos en que se abanica el miedo y se entrelazan las sonrisas y las frases al oído, el rito del reencuentro –y la sobrevivencia– entre edificaciones salitrosas, algunas de las cuales se integran fantasmagóricas a la historia que comenzó en 1519, cuando Hernán Cortés halló esta tierra.

Los “tranvías turísticos” pasan uno tras otro. Debe ser buen negocio cuando van llenos, sobre todo en tardes de fin de semana, ya que el costo individual del tour –que dura 35 minutos– es de 50 pesos y van sentadas hasta 40 personas.

En cafés y restaurantes también ha vuelto la vida. En los dos establecimientos fundamentales de La Parroquia, en el malecón, se ha reducido el número de mesas pero nunca están vacías. No todos corren con la misma suerte, sin embargo. Mientras vuelve a ser exitosa la marisquería El Bayo, allende el puente próximo a la estación del ferrocarril, en los alrededores del Centro Histórico, sobre todo cerca del mar, jóvenes interceptan apuradamente a los paseantes para ofrecerles el menú de desayunos y comidas en fotocopias maltrechas.

Ahí donde no se guarda la distancia y se rompen los protocolos, a un costado del mercado de artesanías (souvenirs de conchitas y caracolitos), los vendedores informales intimidan en medio de la tercera ola de la pandemia y han cancelado la vista al Golfo de México con tres columnas de puestos horrendos. Entre ellos se asoma el clavadista de piel requemada, que ofrece a los curiosos tirarse al mar por una moneda, una tradición muy añeja.

Contrastantemente 500 metros después inicia el boulevard, pulcro su piso y azulísimo su cielo, desolado cuando al mediodía los rayos del sol se vuelven inclementes. Los carritos de raspados y “diablitos” llevan hielo que no se derrite y, sin clientes, son escenografía nativa frente a las arquitecturas caprichosas y eclécticas que dibujan diferentes épocas, decadentes unas, de bonanza otras, algunas cuya fealdad es relativa por la sombra que otorgan.  

Más adelante, sin embargo, la quietud es interrumpida por los bañistas de Villa del Mar, que recuerdan los tiempos sin pandemia, entre toallas, sombrillas y sombreros.

Y allá se mira a lo lejos la Isla de Sacrificios, cuyo nombre nos recuerda el dolor acumulado (este lugar ya ha sido varias veces un cementerio junto al mar) que hoy se bate con la alegría y la esperanza, mientras la marimba vuelve a sonar con aquel himno que según la leyenda fraseó Agustín Lara en la habitación 85 del Gran Hotel Diligencias: “Algún día hasta tus playas lejanas tendré que volver…”

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