Libre en el Sur

Romanos de hoy

“La colonia Roma ha pasado por numerosas transformaciones; sin embargo, sus historias persisten y se enriquecen con cada nueva anécdota que le aportamos con nuestras visitas”.

POR OSWALDO BARRERA FRANCO

En tiempos de profusos bigotes, patillas prominentes y sombreros de copa, previos a la revolución que estallaría unos cuantos años más tarde, comenzó el desarrollo de un vasto fraccionamiento dirigido a la clase alta de la capital del país. Ahí estarían las mansiones y los palacetes de los más acaudalados habitantes de aquel entonces, afrancesados como el que más y orgullosos de su nuevo entorno parisino en plena Ciudad de México. Casi podía palparse el aire sofisticado que recorría aquellas calles anchas y amplios bulevares en los que, en lugar de francés, se oía un español con tufos de grandeza.

El que era alguien en los altos círculos del porfiriato solía ser un visitante asiduo de la colonia más chic de la ciudad, la Roma. Vale la pena hacer el ejercicio e imaginarnos a aquellos bien vestidos transeúntes alabando las nuevas construcciones de eclécticos estilos que competían entre ellas por llamar la atención. ¿Cómo pasar por alto edificaciones como la ahora Casa Lamm, el edificio Balmori o el Río de Janeiro y su fachada impresionante de arrebolado tabique? Ejemplos sobran de aquellas casonas variopintas que albergaron a esa élite y que en estos tiempos cumplen diferentes funciones en sus refinados salones y patios.

Después vino, como cascada, el movimiento revolucionario y el fin del porfiriato, el modernismo, las crisis económicas, el sismo de 1985 y un sinfín de padecimientos que cambiaron la cara de este lugar de caché. Sin embargo, siempre mantuvo un atractivo que, al día de hoy, nos hace regresar a ella por los más diversos motivos, aun si nuestros francés es nulo, aunque ahora el inglés sea de lo más común, y en lugar de sombrero de copa y levita llevemos una gorra de beisbol y unos pantalones rasgados. La Roma se convirtió en ese lugar que hay que visitar para atestiguar el crecimiento que ha tenido esta ciudad, para bien o para mal.

No es raro preguntarse, cuando uno deambula por las calles de la Roma y ve las fachadas de varias casas y edificios convertidos en comercios, ya sean librerías, tiendas de materiales de dibujo o cerámica, bares atiborrados, taquerías o galerías de prestigio, así como centros de entretenimiento con una gran variedad de espectáculos, quiénes viven en esa colonia, y cómo pueden costearlo. ¿Cuántos de los habitantes actuales pueden presumir de pertenecer a la tercera o cuarta generación de pobladores originales? Es más, sería interesante averiguar cuántos pertenecen a la segunda siquiera. Hoy somos testigos de un nuevo, profundo y vertiginoso cambio de faz en esta colonia, cuyas rentas, como en otras partes céntricas de la ciudad, se han vuelto incosteables, mientras que la población originaria ha sido sustituida por una eventual y flotante, cuyo arraigo está condicionado a los intereses inmobiliarios que hoy cobran en dólares.

Y, a pesar de todo, es un rumbo que nos sigue llamando y al que acudimos con gusto, alimentado en buena parte este proceso de cambio y despojo sin querer percatarnos de ello, mientras le damos un nuevo rostro al que puede considerarse como el destino más concurrido de esta ciudad fuera del Centro Histórico. Así, seguiremos yendo, porque morimos por conocer el nuevo restaurante de algún chef de renombre, porque queremos presumir nuestras mascotas mientras paseamos por sus parques y camellones, porque nos encanta tomarnos un café o una cerveza artesanal rodeados de turistas. Pero, sobre todo, queremos ir porque es un lugar vivo, lleno de novedades mezcladas con sitios únicos y que para cada persona significan algo distinto.

En mi caso, me he vuelto un visitante habitual de la Roma en diferentes periodos. En un principio, acostumbraba ir cada fin de semana a bailar salsa, ya fuera en un pequeño salón en La Romita, el rincón más encantador aunque menos conspicuo de esa colonia, o en el Mama Rumba, sobre Querétaro esquina con Medellín; más tarde retomé algunos cursos que ofrecía la Casa Universitaria del Libro, en el cruce de las calles de Puebla y Orizaba, los cuales conocí hace más de 20 años, y hoy, junto con un grupo de queridos amigos, nos reunimos de vez en vez en el Jardín Pushkin para jugar petanca y así sentir que nos ejercitamos sin atrofiarnos las rodillas, antes de ir por una caguama o un coctel de ginebra, según el gusto de cada uno.

La Roma es, para muchos, un lugar que ha perdido buena parte de lo que alguna vez fue, y es cierto, pero también es un ejemplo de vitalidad y resiliencia. Ha pasado por numerosas transformaciones, sin embargo, sus historias persisten y se enriquecen con cada nueva anécdota que le aportamos con nuestras visitas. Quienes apreciamos y reconocemos su valía, a lo largo de más de un siglo de existencia, buscamos en ella algo que nos reconcilie con lo que se ha ido y que nos llene de nuevos recuerdos para atesorarlos y transmitirlos a la siguiente generación que le toque descubrirla por primera –pero no única– vez.

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