Inolvidables por sus modalidades, un otoño en el buda de Kamakura, en Japón, en noviembre de 2010, donde el sol de otoño se combina con esa brisa de costa; y en octubre de 2003, en Tokio, donde conocimos el cristal, el mármol y la madera del Palacio Imperial.
IVONNE MELGAR
Desde las jardineras del plantel Sur del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), en el primer diciembre de aquella inaugurada vida universitaria, comencé a disfrutar ese sol mexicano de fin de año que pareciera pelearse con el frío, aligerándolo.
Recuerdo que varios alumnos nos bajamos del salón porque el maestro no llegó y ahí mismo tendríamos una siguiente clase. Fue el día que mataron a John Lennon y unas compañeras lloraban; Sergio y Angélica, eran novios, intentaron entonar Imagina y yo me perdí sintiendo esa resolana desconocida hasta antes de llegar a México.
Acaso invento ahora aquella leve conciencia de que tenía frente a mí el bien intangible de un sol distinto al de mi infancia en San Salvador, donde se manifestaba generoso y sin regateos, pero ajeno a las filtraciones de las bajas temperaturas.
Fue ahí, en medio de ese jardín botánico que es nuestra selvática, boscosa y tropical UNAM, que comencé a dimensionar la condición de extranjera. Aunque en realidad éramos una familia migrante, en la que mi hermana y yo, adolescentes, teníamos esa dúctil ventaja de solo hacernos cargo del asombro y la adaptación.
El gozo por el sol del invierno puma continuó en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, primero en las instalaciones del circuito central de Ciudad Universitaria, y posteriormente en las que se inauguraron en el área aledaña a la zona cultural, cerca del Metro CU y a unos pasos del Espacio Escultórico, donde intenté infructuosamente aprender fotografía en unas inolvidables caminatas con Gabriela López, Lilia Monroy y nuestro maestro Fernando Alarcón, compañero de la generación, quien para entonces ya era reportero gráfico de prensa y nos compartía las posibilidades infinitas de luz y sombra que podían captarse con el buen manejo de la lente.
Y como mi primera fuente periodística fue la universitaria, la cobertura del Congreso que consiguió concretar el CEU original y el protagonismo que sus actores tendrían en la fundación del PRD prolongaron por varios años la relevancia informativa de la UNAM y mi residencia en aquellos rumbos donde las posibilidades del sol eran siempre el privilegio de una naturaleza urbana que yo solía caminar sin cansancio.
Fueron mis años en el glorioso unomásuno, al que llegué gracias al querido Jorge Fernández Menéndez, y donde su director Luis Gutiérrez Rodríguez me regaló una confianza que nunca terminaré de agradecer al permitirme la flexibilidad del trabajo que requerían los horarios de la maternidad. Un gesto de apertura singular en aquellos tiempos en que nadie hablaba de política laboral incluyente ni de sistema nacional de cuidados.
Y en medio de esa tarea de armar lo que llamábamos “reportajes especiales”, aprendí a valorar el sol de octubre, justo en la espera de mi segundo hijo, Sebastián, que nació el día 7. Porque al igual que su hermano Santiago, del 23 de febrero, necesitó tratamiento solar en sus primeras horas de nacido.
Como madre primeriza moría de miedo cuando subíamos a la azotea de un edificio en avenida Coyoacán buscando el escaso solecito del invierno que antes de irse se radicaliza. Y con ese antecedente, disfruté los baños de sol que le dimos al bebé, en el estacionamiento de la Unidad de Copilco.
Con Sebastián en brazos, en aquel octubre de 1995, aprendí que el otoño capitalino tiene la gracia de quedarse con las mejores tajadas de luz. Sean matinales o nocturnas.
Porque no sólo la luna desborda mayor esplendor en ese mes, sino que también el sol monta perturbadores despliegues verpertinos por las tonalidades de un ocaso que minuto a minuto gradúa sus posibilidades. Aunque esa peculiaridad la comprendería mucho tiempo después, concluida la oportunidad de las decenas de giras presidenciales que para Reforma y Grupo Imagen Multimedia me tocó cubrir en atardeceres mexicanos y extranjeros.
Inolvidables por sus modalidades, un otoño en el buda de Kamakura, en Japón, en noviembre de 2010, donde el sol se combina con esa brisa de costa; y en octubre de 2003, en Tokio, donde conocimos el cristal, el mármol y la madera del Palacio Imperial, mientras afuera, lucía la paleta de amarillos naranja marrón café que en las avenidas de la ciudad se fusionan con los aparadores y el desfile de moda de sus habitantes.
Y si los aires japones tuvieron la gracia del aire fresco de un paisaje icónico, el gélido Vladivostok, en septiembre de 2012, nos mostró esa cara del otoño del lejano ruso oriental, con Vladimir Putin al frente en una cumbre de APEC.
Fue una gira inolvidable porque Laura Casillas, Juan Sebastián y yo quedamos atrapados en el caos vial del centro de la ciudad que había enloquecido con tantos visitantes.
Ignorantes de la distancia que había entre el lugar del evento, a las orillas del puerto, y sus puntos turísticos, una vez que terminamos nuestros enlaces de televisión, con ese sabor delicioso del deber cumplido, pretendimos fusionarnos con la multitud, en un brindis de viernes.
Abordamos un camión dispuesto para los asistentes al foro, pero una tormenta de otoño en esos recónditos sitios del planeta estropeó nuestro avance. Y, cuando quisimos regresar al hotel, como la ansiedad era colectiva, los autobuses oficiales habían desaparecido y solo quedaba la avidez de los taxistas que nos ofrecieron el regreso por 100 dólares por cada viajero.
En el imposible trayecto que se prolongó por más de tres horas, en medio de inundaciones, calles cerradas por operativos de seguridad que únicamente se abrían para el cuerpo diplomático, Laura, Juan Sebastián y yo, empapados, tiritando de frío, imaginamos que el avión presidencial se regresaría sin nosotros, y dibujamos los peores escenarios laborales de despido.
Porque cuando la lluvia se volvió tormenta y el cerco impedía el paso, los desalmados conductores nos abandonaron a nuestra suerte, la que sería incierta al menos media hora más en espera de un trasporte que se apiadara de nosotros.
Llegamos de madrugada al hotel y devoramos unos hot cake con caviar.
De ese otoño cuasi soviético no quería ni acordarme la tarde en que incursionando apenas en el reporteo parlamentario, ya lejos de la cobertura presidencial, recorrí la mejor casa del sol, la de octubre en la Ciudad de México, sobre el camino del viejo Excélsior hacia el Monumento a la Revolución, en Avenida de la República, un viernes de otoño mexicano, a la espera de brindar con tequila en Los Cinco Caudillos.
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