Estos músicos han salido como de una maleta de ventrílocuo para ofrecer su talento nato o su alma desafinada pero siempre esmerada
TEXTOY FOTOS: FRANCISCO ORTIZ PARDO
Aún no ha llovido cuando a unos metros lucen todavía las jacarandas en flor. El chelista con gorra, playera y shorts se sienta a medias en una de las jardineras que hay frente al Café Jekemir, en la calle de Parroquia. Su desparpajo contrasta con las notas de La Primavera de Vivaldi que comienza a hilvanar con el arco mientras su perro grandulón y peludo reposa junto a él.
Luego, a los sorbos de café de quienes forman una comunidad que suele convivir en la terraza del sitio acomodándose como un dominó que crece en una hilera de mesas conforme avanza la tarde, los acompaña con piezas más modernas pero sin estridencia, que imponen la alegría que culmina con Like a Virgin, de Madonna.
Como otros músicos aficionados que intentan profesionalizar sus hábitos frente a la penuria provocada por la pandemia, el anti solemne se vale de un pequeño amplificador con bocinas por donde surge el marcaje de tarolas y platillos, y también de sintetizadores.
No impide la pista la posibilidad de lucimiento, que hace notar cuando mueve largamente el brazo derecho en armonía con su rodilla izquierda, mientras su cabeza bailotea con el ir y venir de quienes se cruzan frente a él, como aquel amigo de todos que va en mangas de camisa de una mesa a otra saludando y contando anécdotas.
Estos músicos han salido como de una maleta de ventrílocuo para ofrecer su talento nato o su alma desafinada pero siempre esmerada. Está el que canta las rancheras y homenajea con su bigote a Pedro Infante y Jorge Negrete, de saco y corbata, erguido y serio y con un micrófono que sujeta con la delicadeza de su mano diestra, como si flotara con el timbre de una voz que sufre por amplificarse.
Está también el guitarrista de las parodias de su propia creación –que causan más gracia por su inocente temática de “café capuchino” y otras obviedades sin rima que aluden a quienes las escuchan— un hombre robusto con sombrero de copa grande y bigote blanco que se descubre del cubrebocas en la barbilla, de edad mediana y aspecto bonachón, que recuerda a Los Polivoces.
Y está el del vibrato en la garganta, un joven de camisa floreada que alarga el cuello, siempre de pie, cuya especialidad es Mediterráneo, de Joan Manuel Serrat, aunque nunca despega la vista de la letra que va leyendo en su teléfono.
Un don particular muestra aquel con la melena de chinos y prematuras arrugas en su piel morena que se sienta sobre el adoquín a presentar un espectáculo completo, treinta o cuarenta minutos de un repertorio que integra cantos oaxaqueños, baladas y trova con gran manejo de su voz altísima. Cómo se nota de veras que lo disfruta justo cuando cae la noche de un viernes.
No pone gorra pero su éxito llama a hombres y mujeres que se acercan a interrumpirlo para entregarle una moneda o un billete en la mano. No faltan los aplausos de los parroquianos, sobre todo después de que ha cantado Algo contigo, de Vicentico, que incluso le piden repetir. Su sencillez somete a la sonrisa con la que agradece mientras inclina la cabeza.
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