Para mí ir al zoológico de Chapultepec era como estar en casa. Ahora casi no me acuerdo de cómo estaban repartidos todos los espacios para los animales, pero entonces me los sabía al dedillo.
POR LUIS MAC GREGOR ARROYO
Estaba dormido y como siempre soñaba. Es raro cuando no lo puedo hacer, aunque no siempre recuerdo lo soñado. Sin embargo, esa noche todo fue muy vívido: un oso estaba paseándose de un lado a otro en el espacio destinado para ellos en el zoológico como tratando de olvidarse del hastío de estar permanentemente en un mismo espacio, confinado; mientras su compañera estaba recostada con larga miraba hacia el chorro de agua que la hacía de río… fue entonces cuando me desperté.
Hacía años que no iba al Zoológico de Chapultepec, sino es que más de una década. Sin embargo por esas fechas lo estaban remodelando, así que pese a recordarlo por lo soñado, tenía que aguantarme las ganas de ir al no estar disponible para el público.
Me levanté de la cama y me fui a preparar mi ya tradicional café mañanero. Al sentarme en la mesa del antecomedor con la taza en las manos recordé cómo le gustaba tomar a mi papá su café. Al viejo sólo le agradaba ardiendo, casi casi terminaba de hervir el agua y se lo tomaba al instante, dejaba reposar muy poco el molido del grano, porque le agradaba un café ardiendo, algo imbebible para muchos porque, si uno no se está acostumbrado, se lleva la quemazón de su vida en la boca.
También recordé a mi padre porque siempre que íbamos a algún lado llevaba un emparedado preparado en la guantera del coche, por si se necesitaba algo de comer en el camino. Eso pasó una de las últimas veces que nos llevó al zoológico antes de que falleciera por problemas en la salud. Sacó su emparedado de jamón con queso y se puso a darle tremendas mordidas mientras nos llevaba a Chapultepec.
Para mí ir a ese zoológico era como estar en casa. Ahora casi no me acuerdo de cómo estaban repartidos todos los espacios para los animales, pero entonces me los sabía al dedillo. Sin embargo, siempre me impactaba ver a los osos polares, tan blancos, llenos de pelos blancos en medio del clima caluroso del medio día.
También había otra atracción que era mi delicia: el típico trenecito que le daba toda la vuelta al parque zoológico. Yo que pocas veces me he subido a un tren, recuerdo con emoción el de Chapultepec, que recorría gran parte de la fauna del lugar, desde las avestruces hasta los elefantes y camellos. Aunque, no es de creerlo, lo que más me impactaba era la estación de donde partía el vehículo. Era grande y bastante aparatosa. Tenía espacio de sobra para acoger a todos aquellos que desearan formarse para subirse al dichoso tren. A mí me impresionaba a la par de sus azulejos color rojo claro. Era como entrar en una cueva donde uno no sabía lo que le podría pasar… bueno, uno sí sabía para que entraba, pero, como era chico, me gustaba fantasear como si algo así ocurrieran ahí.
Pero no todo era acción dentro del zoológico. También era un momento esperado la salida. Ahí no faltaba el día en que mi señor padre me compraba un líquido para soplar a través de una especie de aro y hacer burbujitas. Me la pasaba superdivertido haciendo eso durante todo el transcurso de regreso a la casa. Y rara vez llegaba a ella con algo sobrante del líquido jabonoso.
Otro divertimento de ir al Zoológico de Chapultepec era el pasear en Pony. Nunca he sido muy adepto de los caballos, me dan temor por altos, pero pasear en Pony era un riesgo que valía la pena. Como los caballos son chaparritos y los va guiando su dueño, uno se siente seguro, de pequeño, sobre de ellos. Y ahí se pagaba por una vuelta para recorrer todo el alrededor del zoológico.
Con todas esas memorias terminé mi café mañanero y me fui a vestir. Tal vez no pudiera ver el zoológico pero igual y valdría la pena darse una vuelta a Chapultepec para echar un vistazo y ver qué hay de nuevo.
Finalmente al terminar de cambiarme me acordé de que la última vez que visité el Zoológico había visto un ejemplar del lobo mexicano, una especie en peligro de extinción. Es una pena que, desde principios de los años ochenta, cuando más veces visité el zoológico, este albergaba diversas especies de animales pero ninguna al grado de tener muy contados parientes en la vida salvaje. Ahora con la depredación de la naturaleza a manos llenas por nosotros los humanos, el parque de animales por excelencia en esta ciudad, está volviéndose un lugar de privilegio porque cada vez veremos más especímenes que será raro ver en su hábitat natural.
Según había escuchado la última vez había como 150 especímenes vivos del lobo mexicano en el planeta, 100 más de los que quedaban en los ochenta. Hay esperanza para este mamífero de nuestro país. Pero ¿habrá esperanza para muchas otras especies? ¿Habrá esperanza para el ser humano con el calor abrazador que empieza a desarrollarse en todas las partes del mundo?
Sin estremecerme vi el Sol por la ventana, fuente de energía y vida en la Tierra, así como su sepulturero si no se tiene un adecuado cuidado con los gases en la atmósfera del planeta… ¿Cuánto tiempo nos quedará?, me pregunté.
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