Sabina hablaba de ritual, de belleza, de un arte antiguo que sobrevive porque toca fibras profundas
STAFF / LIBRE EN EL SUR
Joaquín Sabina, que recién se retiró de los escenarios tras cincuenta años de carrera ininterrumpida, siempre llevó un torero dentro. Lo ha dicho él mismo, sin ironías: quiso ser torero antes que cantante. La música le llegó, según cuenta, como una suerte de refugio para una vocación más peligrosa. “Soy cantante por cobardía; yo quería ser torero”, confesó alguna vez, como si lo suyo hubiera sido plantarse en la arena frente a un animal descomunal y jugarse la vida en un instante.
Cuando le preguntan por sus sueños, no habla de escenarios ni aplausos: habla de una plaza de toros abarrotada, de luces que ciegan y de la soledad inmensa frente al toro.
Para Sabina, la tauromaquia no era un pasatiempo ni una tradición folclórica: era un universo donde todo lo importante de la vida sucede en un chasquido. La belleza y la tragedia, la gloria y la sangre, el aplauso y el silencio. Mientras otros veían crueldad, él veía una metáfora certera de existir: la valentía como arte, el miedo como compañero inseparable, la muerte merodeando como una estrofa oscura.
Esa sensibilidad taurina se coló pronto en su obra. En De purísima y oro, una de sus canciones más literarias, retrató la España que despertaba de posguerras y miedos, haciendo del ruedo un espejo de un país herido. Toreros y obreros, héroes y fracasados, todos mezclados en la arena de la memoria. La canción es un brindis a esa épica popular donde la vida se juega sin red.
Pero la fascinación de Sabina no se quedó en la metáfora: tuvo amistades reales y profundas con algunos toreros. Entre ellas, la más célebre fue la que lo unió con José Tomás. Lo admiraba como se admira a un poeta capaz de escribir con el cuerpo, cada tarde, un verso irrepetible. Lo acompañó en plazas, se emocionó con él, sintió el miedo ajeno como propio.
Cuando Tomás volvió a los ruedos en una tarde crucial, Sabina estaba allí, y lo dejó escrito en un soneto que ya es parte de su leyenda: un poema en el que el torero es un ángel ensangrentado y el ruedo un territorio sagrado donde la vida se arriesga para que exista el arte. Ese soneto es una montera tendida a la valentía ajena, y también una confesión íntima: Sabina habría querido estar ahí abajo, en el centro del mundo, toreando el miedo.
Su defensa pública del toreo no le ahorró controversias. Vivió en carne propia la polarización de un país que cambia de piel. Pero nunca escondió su postura. Sabina hablaba de ritual, de belleza, de un arte antiguo que sobrevive porque toca fibras profundas. Defendía la tauromaquia como quien defiende un idioma que se extingue: con la pena de perderlo y la necesidad de explicarlo.
El escenario fue, finalmente, su albero. Cada concierto, una corrida. Cada canción, una suerte. Cada aplauso, una vuelta al ruedo. Y si en vez de estoque empuñó un micrófono, no fue por falta de ganas: fue que la vida, con su ironía habitual, decidió que su suerte sería otra.
Hoy Sabina se ha retirado de las giras y de los estadios, pero en su obra queda intacto ese torero que nunca dejó de habitarlo. El que brinda al público, el que no le teme al fracaso, el que sabe que el arte solo existe si hay riesgo. Por eso sus canciones —como las grandes faenas— dejan al público con un nudo en la garganta. Porque recuerdan que vivir, al final, siempre es una corrida a muerte.
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