La participación reconocida del hijo de López Obrador exhibe la normalización del poder informal
2025 termina por desnudar un proyecto inaugurado antes de estar listo
STAFF / LIBRE EN EL SUR
Hay obras públicas que no colapsan de inmediato. Se sostienen con discurso, se inauguran por partes y sobreviven durante un tiempo gracias a la narrativa que las rodea. El Tren Transístmico llegó a 2025 como uno de esos casos: un proyecto presentado como emblema histórico que hoy exhibe, con datos y hechos, la improvisación con la que fue concebido durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Desde Palacio Nacional se insistió en que el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec sería una alternativa logística al Canal de Panamá y el detonante de un nuevo ciclo de desarrollo para el sur-sureste. El discurso apelaba a la deuda histórica con el Istmo y a una supuesta inserción de México en las grandes cadenas globales de comercio. En la práctica, el proyecto avanzó como una suma de anuncios y cortes de listón, sin que existiera —al menos de manera pública y verificable— una planeación integral de largo plazo.
La Línea Z, que conecta Coatzacoalcos con Salina Cruz, fue inaugurada en diciembre de 2023 como pieza central del corredor. Desde entonces, su operación ha estado marcada por ajustes, fases incompletas y ampliaciones anunciadas mientras otros tramos apenas alcanzaban condiciones mínimas. En 2025, el Transístmico seguía funcionando más como una promesa en proceso que como un sistema logístico consolidado.
Un corredor interoceánico no es solo una vía férrea. Exige coordinación entre puertos, aduanas, carreteras, energía, agua, seguridad y demanda real. Exige, además, certidumbre jurídica y reglas claras para atraer inversión. Nada de eso puede improvisarse. Sin embargo, el proyecto se lanzó bajo la premisa de que la infraestructura, por sí sola, generaría desarrollo. La realidad mostró lo contrario.
Los volúmenes de carga transportados han sido modestos frente a las expectativas creadas. Las inversiones privadas avanzaron con cautela, muchas de ellas condicionadas a incentivos fiscales y a esquemas todavía en construcción. Los llamados Polos de Desarrollo para el Bienestar se desplegaron de manera desigual, más como expedientes administrativos que como complejos industriales plenamente integrados a cadenas productivas internacionales.
A esta fragilidad estructural se sumó un elemento que hoy resulta imposible ignorar: la normalización del poder informal dentro de una obra pública estratégica. Durante su presidencia, López Obrador reconoció públicamente que su hijo Gonzalo López Beltrán participaba en la obra del Tren Transístmico. El entonces presidente precisó que no cobraba salario y que no contaba con un nombramiento formal, pero admitió que “ayudaba” y que estaba involucrado en tareas de supervisión.
La aclaración presidencial, lejos de cerrar el tema, abrió una discusión de fondo sobre gobernanza y responsabilidad. En el Estado de derecho, la ausencia de pago no elimina la responsabilidad, y la falta de cargo no borra la influencia. En un megaproyecto ferroviario financiado con recursos públicos y destinado al transporte de personas y mercancías, no existe la figura del supervisor honorífico. O hay atribuciones legales, o hay un vacío institucional.
Ese vacío se volvió aún más problemático tras el descarrilamiento ocurrido en Oaxaca a finales de 2025, que dejó víctimas mortales y decenas de personas lesionadas.
Más allá de lo que determinen los peritajes técnicos, el accidente marcó un punto de quiebre: el Transístmico dejó de ser una obra en discurso para convertirse en un sistema que pone vidas en riesgo si no se planea, supervisa y mantiene con rigor.
Fue entonces cuando resurgieron con fuerza los señalamientos periodísticos. Investigaciones de Latinus documentaron que la vigilancia de la construcción del Tren Interoceánico habría sido encargada por López Obrador a su hijo Gonzalo López Beltrán. La información se suma a un patrón que el propio expresidente había reconocido parcialmente: la participación informal de un familiar directo en una obra estratégica del Estado.
El problema no es solo ético, sino estructural. Cuando la supervisión se diluye entre figuras sin nombramiento, la cadena de responsabilidades se vuelve opaca. ¿Quién decide?, ¿quién corrige?, ¿quién responde cuando algo falla? En infraestructura ferroviaria, esas preguntas no son abstractas: tienen consecuencias materiales y humanas.
A este punto, el Tren Transístmico deja de ser un caso aislado y empieza a leerse como parte de un patrón. Porque no es la primera vez que un proyecto emblemático de la llamada Cuarta Transformación revela fallas graves una vez que la propaganda cede ante la realidad operativa.
Ahí está el Tren Maya. Inaugurado también por etapas, con tramos abiertos antes de concluir estudios técnicos completos, el proyecto ha acumulado incidentes desde su entrada en operación: descarrilamientos, fallas en sistemas de sujeción, problemas en el balasto y en las vías, así como suspensiones temporales del servicio.
Todos ellos ocurrieron después de que el gobierno defendiera la obra como segura, moderna y técnicamente solvente. La respuesta oficial ha seguido un guion conocido: minimizar los hechos, atribuirlos a “ajustes normales” y evitar que se conviertan en un debate de fondo sobre planeación, supervisión y mantenimiento.
Más atrás en el tiempo, pero con consecuencias infinitamente más graves, está el colapso de la Línea 12 del Metro de la Ciudad de México. En mayo de 2021, un tramo elevado se desplomó entre las estaciones Olivos y Tezonco, provocando la muerte de 26 personas y dejando más de un centenar de heridos.
La línea había sido concebida, construida, rehabilitada y defendida por gobiernos emanados del mismo movimiento político que hoy controla el gobierno federal. Los peritajes señalaron fallas estructurales, deficiencias constructivas y problemas de mantenimiento. Sin embargo, la rendición de cuentas quedó fragmentada, diluida entre dictámenes técnicos, acuerdos políticos y una larga lista de responsables que nunca terminó de cerrarse.
Tren Maya, Línea 12, Tren Transístmico. Tres proyectos distintos, tres escalas diferentes, una misma lógica de fondo: la prisa por inaugurar, la subordinación de la técnica a la narrativa política y la constante tentación de corregir después lo que debió resolverse antes. En todos los casos, el resultado ha sido el mismo: infraestructura presentada como símbolo de transformación que termina exhibiendo los límites de una forma de gobernar.
Visto en perspectiva, el Tren Transístmico fue menos un proyecto de Estado que la expresión de un método. Un método basado en anunciar primero, inaugurar antes de tiempo y confiar en que los problemas se resolverán solos. En 2025, cuando la narrativa ya no alcanza para cubrir las fallas operativas y los accidentes obligan a mirar de frente, ese método queda expuesto.
En infraestructura estratégica, la improvisación no es una anécdota. Es un riesgo. Y, como ya ha demostrado la experiencia reciente, un riesgo que suele cobrarse demasiado caro.
comentarios

