Fueron varios días. Comía en tiendas abandonadas, dormía en jardines, luchaba a lo largo del día contra infectados.
POR CARLOS RAMÍREZ
Fui, de inmediato, a la Gandhi a tomarme un café antes de partir de cacería.
La televisión había dado el anuncio abrupto: se cerraba la ciudad y nadie podía salir para romper la cadena de contagio del coronavirus. Los ciudadanos tenían una hora para abandonar las calles. Tomé un bastón metálico replegable de los que usan guardias de seguridad para someter delincuentes, guardé cinco botes de gas pimienta, escondí tres de mis puñales más filosos, salí a la calle, me dirigí a la cafetería de la Gandhi en su edificio antiguo, el original, tomé un último café y de salí a la calle rumbo a Insurgentes Sur y de ahí me dispuse a avanzar hacia el norte.
Esperaba enfrentar personas infectadas con el virus buscando víctimas a las cuales estornudarles en el rostro o morderlos para extender la infección. Entrábamos en la distopía mexicana, región 4 y pirata, de Walking Dead. No esperaría a que llegaran a mi casa; salí a confrontarlos. Se trataba de una guerra por la ciudad.
No distraigo con mis recorridos. Tuve muchos enfrentamientos; salí ganando por mi destreza con el bastón, dejando huesos y cabezas rotas, los infectados carecían de fuerza y dominaban por el miedo, pero sin miedo uno tenía una ventaja.
No lo van a creer, pero había miles de invasores agresivos, aunque miedosos. Fue paradójico que yo que defendía la ciudad debía de usar cubrebocas como delincuente con el rostro anónimo, tapado, en tanto que los agresores iban con el rostro descubierto para infectar.
A lo largo del día la ciudad se iba despoblando, sin gente caminando, silenciosa, gris, irrespirable. En las ventanas quedaban los rostros tristes de quienes no podían salir por el miedo a la epidemia, los rostros de tristeza.
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Fueron varios días. Comía en tiendas abandonadas, dormía en jardines, luchaba a lo largo del día contra infectados.
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Perdí la noción del tiempo. Me bañaba en gimnasios vacíos con servicios funcionando. Tomaba ropa de tiendas sin vigilancia.
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Siempre supe que la batalla estaba perdida, pero no quise dejar de hacer mi último esfuerzo. Luego de varias semanas, las autoridades permitieron el regreso de las personas a la ciudad. Y en tropel desordenado, sin cuidados sanitarios, los capitalinos regresaron como si nada hubiera pasado.
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Emprendí el camino de regreso. Supe que estaba en la última ciudad.
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De Insurgentes a la Glorieta de los Coyotes, en Coyoacán, sobre Miguel Angel de Quevedo, muchas personas iban caminando y caían desvanecidas víctimas del virus.
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Me detuve a unos pasos de la glorieta. Quería tomar un café antes de meterme a mi casa.
Pero la Gandhi ya no existía.
Periodista, columnista político. Sus últimos libros: La crisis de México… más allá del 2018, El 68 no existió y Octavio Paz y el 68: crisis del sistema político priísta. Sitio internet: indicadorpolitico.mx.
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