De cambios a cambios

En la colonia Roma. Foto: Francisco Ortiz Pardo
¿Por qué la gente debe abandonar sus formas de vida tradicionales para dar lugar a otras que le son ajenas y que nada tienen que ver con lo que le daba identidad a un lugar?
POR OSWALDO BARRERA FRANCO
Hay quienes sostienen que todo cambio es bueno, en la medida que implica la posibilidad de afrontar nuevos retos y desarrollar capacidades que antes no eran requeridas. De hecho, la adaptación a los cambios en nuestro entorno es lo que nos ha permitido habitar prácticamente el planeta entero, con el costo que ello conlleva. A su vez, hay cambios cuyo costo es demasiado alto o que a la larga resultan desproporcionados, porque es mayor lo que se pierde que aquello que se pretende ganar. Cuando esto ocurre, y se refiere a la pérdida no sólo del patrimonio urbano, sino de la cohesión social, tenemos enfrente a un depredador comercial que sólo le interesa el consumo y lo que éste pueda redituarle.
En los últimos años, hemos notado un incremento en lo que algunos podrían considerar como una “invasión” de ciertos extranjeros que llegan con dólares, desplantes absurdos y poco o nulo interés por aprender español y las costumbres locales. Así, podemos caminar por distintas calles de la Condesa o la Roma y sentarnos a comer en cafés o restaurantes donde predomina el inglés entre los comensales, y por ende entre el personal que los atiende, con lo que nos sentimos como foráneos en nuestro propio país, al vernos casi obligados a cambiar nuestros platillos tradicionales por versiones más “adecuadas” para otros paladares.
A su vez, es notorio el influjo de otros acentos del español en negocios y edificios donde ahora es común escuchar diferentes ritmos y melodías que se imponen, más que nada por el volumen con el que se reproducen, a la calma que solía reinar en ellos. Puede que esto les dé una atmósfera más entusiasta y alegre, pero no a todo el mundo le puede parecer así, lo que trae consigo otro tipo de conflictos entre “los originales” y “los de fuera”, lo que también ocurre al revés, cuando somos “los de fuera” quienes demandamos que barrios y pueblos se amolden a nuestros gustos y necesidades.
El contraste de este cambio con otros momentos en los cuales esta ciudad ha sido receptora de migrantes de varias latitudes, como aquellos del Medio Oriente a finales del siglo XIX y comienzos del XX, de la España republicana en los años treinta, del exilio sudamericano en los setenta o de comunidades chinas, japonesas y coreanas en diferentes diásporas, y ahora con la llegada de gente expulsada de países de Centroamérica, el Caribe e incluso África, tiene varias lecturas que hacen más complejo entender el fenómeno actual de la apropiación de espacios por parte de quienes llegan a México por distintas motivaciones.
Por una parte, vemos el desplazamiento de poblaciones originales completas por otras con un mayor poder adquisitivo y, por ello, con un marcado desinterés por lo que su presencia trae consigo, como el cierre de pequeños locales familiares por tiendas o negocios franquiciatarios que son atendidos ya no por habitantes de la población local, o la prolongada, y a veces violenta, expulsión de gente que no puede pagar ya la renta o los servicios de las viviendas que han habitado por generaciones. Esto tiene que ver con el uso indiscriminado de la ciudad como una marca comercial, aprovechada por un mercado inmobiliario devastador y oportunista que hace uso de ella para crear una oferta que rebasa la capacidad monetaria de quienes ya no pueden pagar esas altas rentas o los servicios que conlleva esa plusvalía artificial e inflacionaria promovida por desarrolladores y autoridades.
Por otra, la necesidad de vivienda y servicios por parte de comunidades que han sido expulsadas de sus lugares de origen, tanto en el país como fuera de sus fronteras, y que deben adecuarse a entornos por lo general periféricos o que hacen uso de habitaciones en condiciones precarias y en zonas que carecen de lo básico, es un fenómeno que ha acompañado a esta ciudad desde hace décadas, pero que hoy es más evidente por el desplazamiento de poblaciones migrantes que han encontrado en Ciudad de México una oportunidad de mejorar aquellas condiciones que los obligaron a salir de sus comunidades de origen, como ha ocurrido con muchas otras que encontraron aquí lo mínimo necesario para prosperar.
La diversidad siempre será bienvenida. Enaltece y renueva estructuras anquilosadas y fomenta una muy necesaria tolerancia. Aprendemos nuevas costumbres y formas de ver el mundo. Nos abrimos a otras posibilidades y exploramos capacidades y sensaciones distintas, en un intercambio que demanda dar tanto como recibir, y que, si es bien aprovechado, puede llevar a la creación de fuentes de trabajo y nuevos espacios de convivencia.
Este intercambio es el que está ahora en entredicho. ¿Se recibe lo mismo que aquello que una comunidad está dispuesta a sacrificar por lo que aparenta ser un cambio para mejorar? Si fuera así, ¿por qué la gente debe abandonar sus formas de vida tradicionales para dar lugar a otras que le son ajenas y que nada tienen que ver con lo que le daba identidad a un lugar? Llegar a una conclusión no es fácil, hay muchos aspectos por considerar, pero lo que no se puede aceptar es la expulsión ni la pérdida de arraigo en una ciudad que siempre ha sido, a pesar de todo, un refugio para quienes lo dejan todo atrás.