Ciudad de México, septiembre 1, 2025 22:57
Revista Digital Septiembre 2025

Mi última mochila

“Había algo sagrado en ese ritual: afilar los lápices con cuidado, recoger las virutas con la mano en forma de cuenco, como si recogiera migas de recuerdos…”

POR NANCY CASTRO

Era el olor de papel, mezclado con el grafito al sacarle punta a los colores para dibujar. Guardarlo todo en mi mochila Samsonite, de color rojo con amarillo —esa, mi caja fuerte—, era como un tesoro: el mío.

Había algo sagrado en ese ritual: afilar los lápices con cuidado, recoger las virutas con la mano en forma de cuenco, como si recogiera migas de recuerdos. Mis dedos terminaban manchados de color, rojo, azul, verde…como si cada día llevara una parte del arcoíris en las uñas.

Esa mochila sabía de mis secretos. El cuaderno escondido entre los libros, donde dibujaba mundos que nadie más conocía. El papel arrugado con la nota que no me atreví a pasarle a Mayra en tercer grado. El chismografo que deje por semanas y que hice perdidizo, porque, qué vergüenza al enterarme qué Pedro estaba enamorado de mi en quinto grado. El sándwich que pedía  mamá  que no paseara, que por favor  ahora sí me lo comiera. El cartuchito de témperas, medio seco, pero aún con vida en los colores primarios.

A veces, en el recreo, me sentaba en el rincón del patio, justo detrás del viejo árbol de eucalipto, y sacaba una hoja. Dibujar era mi forma de decir cosas que no sabía poner en palabras. Algunos veían sólo garabatos. Yo veía ciudades, criaturas, planetas, pensamientos.

Ese rincón también era un refugio. Un lugar donde el ruido de los gritos, las carreras y los partidos de fútbol quedaban lejos. Allí, con mi mochila al lado como un perro fiel, podía ser quien realmente era, sin tener que explicarlo.

Hasta que un día no estuvo.

Había salido tarde de clase de ciencias porque me quedé ayudando a ordenar los tubos de ensayo. Deje como siempre mi mochila en el árbol,  en lo que entré al baño y salí no pasaron ni 10 minutos, mi mochila ya no estaba, entré corriendo al salón de laboratorio, a la dirección, al baño. Nadie había visto nada. Se habían llevado mi caja fuerte, mi tesoro, con todos mis secretos dentro. Sólo quedó en la jardinera una viruta de madera en forma de espiral, tan pequeña que la tomé entre los dedos como quien recoge una lágrima seca.

De camino a casa pensaba quién podría habérsela llevado; en Pedro, ¿y si se estaba vengando por mi desprecio?, en Mayra, por no dejarla copiar en el examen de Sociales o a los que en alguna ocasión jugué bromas pesadas escondiendo mochila, cuadernos, libros.

Lloré al llegar a casa, no solo por lo que había perdido, sino por lo que no podía recuperar: esos mundos que solo vivían en las hojas de mi cuaderno, los dragones con nombre, los mapas con rutas marcadas, las cartas que nunca me atreví a enviar.

Mamá habló con la directora, con los profesores, con todo el personal de la escuela; pero la mochila jamás apareció. — Total, ya quedaban pocas semanas para terminar la primaria, ya no la ibas a necesitar mucho,  me decía tratando de consolarme.

Durante esas últimas semanas, me sentía vacía. Como si una parte de mí se hubiera quedado atrapada entre las páginas que alguien más tal vez hojeó sin entender. O peor, que alguien tiró sin mirar.

Me sentí como expulsada de esa generación de mochilas samsonite, la roja con amarillo, la más popular, la usada por todos.

Al sentarme en la jardinera, al lado del eucalipto. El rincón seguía allí. Miraba a todos pasar con sus mochilas al hombro. Miraba sus caras, intentando descubrir quién tendría mi mochila, y por qué.

Nunca la recuperé. Terminé la primaria con un cuaderno y lápices nuevos. Todos hablaban de actos de fin de curso, de despedidas, de quién iría a qué escuela secundaria. Yo, en cambio, seguía buscando —en silencio— señales de ella en todos lados: en las sombras del árbol del eucalipto, en los dibujos de mis compañeros, en los lápices prestados que ya no tenían mi olor.  

El último día de clases, nos pidieron escribir una carta para nuestro “yo del futuro”. Nos la entregarían al terminar la secundaria. Yo les escribí frases a mis amigos, sobre el miedo a la secundaria, sobre lo que quería ser de mayor. Cerré la carta con una frase que no sé de dónde salió, y que ni siquiera entendí del todo hasta mucho tiempo después.

Si un día encuentras la mochila, no la abras enseguida. Cierra los ojos y recuerda lo que tenías adentro.

La vuelta a la escuela, confirmaba la regla definitoria de un nuevo ciclo: seguir creciendo y aunque la secundaria era otro mundo. Más ruidoso, más grande, más anónimo. De vez en cuando seguía pensando en mi mochila. Para ese momento ya no se usaba llevar mochila, lo moderno era  usar carpeta. Al principio me sentí como una hoja suelta, sin arillos que me contuviera.  

Quizá, al final, crecer sea eso: aprender a perder sin dejar de buscar. Aprender que algunos vacíos no son ausencias, sino invitaciones. Y que cada cosa que se va, deja atrás un espacio donde algo nuevo puede nacer.

Pasaron los años y antes de terminar la secundaria, me llamaron de la dirección de la primaria. Acudí con nerviosismo y al llegar allí, en el escritorio de la directora, estaba aquella caja fuerte que contuvo mis secretos.

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