Ciudad de México, octubre 8, 2025 14:58
Revista Digital Octubre 2025

El guardián de Tamazuca

“Con el tiempo, en el barrio de Tamazuca se empezó  hablar de Miguel como un protector. Decían que sus pasos se escuchaban al amanecer, subiendo el callejón con el bote al hombro y Agosto detrás…”

POR NANCY CASTRO

Dicen en el pueblo de Cuévano que Miguel, el lechero de Tamazuca, nunca contó sus batallas: repartía leche de casa en casa, tocando puertas y dejando litros. Cargaba su cruz como cargaba el bote, al hacerlo recordaba cuando de niño se amarraba una piedra a la espalda y jugaba a ser el Pípila. En esa ocasión la voz de Gloria lo trajo de vuelta.

—Solo déjeme dos litros, Miguel —Gloria, entró apresuradamente al escuchar el llanto de su hija.

Miguel, subía por los callejones estrechos, venciendo los escalones de loza rota, como si fueran gigantes en el camino. Abajo lo esperaba su burro Agosto, cansado y viejo, fiel como un Sancho que no abandona la batalla, Miguel bajaba, como siempre. Ese día llamó a Agosto con un chiflido cuando escuchó gritos desgarradores que venían de la casa de Gloria. El fuego devorador y el humo se enredaba en los techos como serpientes.

Miguel no lo pensó: corrió hacia la casa, cargando su valor como siempre cargaba la leche, y atravesó el ardor que parecía querer tragárselo. Encontró a Gloria y a su hija entre el humo y el polvo, las sacó a la calle, protegiéndolas con su propio cuerpo, mientras su piel se quemaba y su labio inferior se despedía de él, dejando un rastro de dolor que el pueblo  recordaría como prueba de su valentía.

De Gloria poco se supo, que le habían ayudado a reparar su casa, que su hija se recuperaba satisfactoriamente. No volvió a ser la misma, decían que de su brazo colgaba la piel y evitaba mirarse en el espejo. Lo que es cierto es que nadie  la volvió a ver cruzar la calle, se encerró. Dicen que las ventanas de su casa se volvieron sus ojos y que su hija creció entre susurros y llantos. Algunos aseguraban que cuando escuchaba el rebuzno de Agosto, se arrodillaba frente a la puerta. Otros decían que jamás volvió hablar de Miguel, que lo llevaba en silencio como se lleva una deuda imposible de pagar.

Pasaron los meses y Miguel reapareció. Su cara llevaba los recuerdos del fuego: la piel marcada, curtida como cuero viejo y el labio inferior perdido hacía que sus palabras sin límite, salieran cortadas, con chiflido. Subía los callejones acompañado de Agosto.

Al terminar su jornada, a su paso la gente seguía hablando de aquel día, decían que nadie  habría entrado en la casa envuelta en llamas como lo hizo él, otros decían que había invocado al mismísimo Pipila, que una cubierta de cantera lo protegió de morir calcinado; otros contaban cómo salió con Gloria y su hija en brazos, cubierto de hollín, como si el fuego lo obedeciera. Los niños corrían detrás de él, imitando su paso firme. Las mujeres lo miraban con respeto, algunas con temor. Los más viejos cuchicheaban que el humo no sólo quema casas, también cuerpos.

Con el tiempo, en el barrio de Tamazuca se empezó  hablar de Miguel como un protector. Decían que sus pasos se escuchaban al amanecer, subiendo el callejón con el bote al hombro y Agosto detrás. Aunque algunos aseguran que en realidad murió el mismo día que salvó a Gloria y a su hija, y lo que quedó de él fue solo un ánima. Una noche, sin que nadie lo viera, amaneció una olla de leche en cada puerta del barrio, las vecinas cuentan que en medio del silencio se escuchaba el rebuznar de Agosto.

Juraban que, en noches de tormenta, la leche no faltaba en la olla, como si Miguel cuidara de los vecinos. Otros aseguraban que quien lo invocaba, al filo del miedo, sentía un calor extraño, parecido al de las llamas que lo marcaron, pero sin quemar: un fuego que daba fuerza.

Tiempo después Gloria y su hija desaparecieron, dicen que se fueron en la madrugada para que nadie las viera, que se fueron para empezar una vida de cero, lejos de todos los que hablaban de ellas. Pero la leyenda de Miguel quedó, más fuerte que las campanas de la Iglesia, un mito nacido no del altar, sino del fuego y la leche.

Por eso en Tamazuca dicen que mientras haya una olla en la madrugada, Miguel, el lechero, seguirá vivo. No en carne ni en palabra, sino en ese hálito que protege a los que nada tienen.

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