Abrigarse de verdad
Suéteres de la familia Melgar. foto: Especial
“La memoria de las prendas que entibian el alma, sin embargo, sigue intacta para ese tiempo intenso en que madre nos trajo dos abrigos tejidos inolvidables”.
POR IVONNE MELGAR
Viviendo en un país donde siempre hace calor, el suéter era una especie de accesorio para el viento fresco de diciembre, y sólo imprescindible si íbamos de visita a alguna zona alta del occidente de El Salvador o a la vecina República de Guatemala.
Así que nuestro equipaje de San Salvador al Distrito Federal contenía un par de esas prendas de tela tricot o tejido con lana de croché, insuficientes para cubrirnos de aquel primer frío mexicano que experimentamos en noviembre 1978.
Los suéter del uniforme de la Escuela Técnica No 17, azul rey el de mi hermana Gilda, verde botella el mío, amortiguaron medianamente las congeladas mañanas de enero y febrero de 1979 en que caminábamos de Tlalpan a la avenida Miguel Hidalgo en Coyoacán.
Aunque el año escolar había iniciado en septiembre, nuestra madre consiguió, con sus buenos oficios de gran cabildera, que nos aceptaran en el primero y segundo de secundaria, bajo la promesa/compromiso de que habríamos de cubrir pronto los exámenes del trimestre anterior.
Así que entramos a la escuela mexicana cuando la función ya había iniciado. Y, como en el cine, estuvimos unos días a oscuras, sin entender mucho la trama, y asombradas permanentemente por tantas novedades; la del clima calaba en el cuerpo.
“¿Por qué estoy sacando humo por la boca?”, le pregunté, divertida, a madre Candelaria Navas, en la esquina de la Calzada y Prolongación Cerro de las Torres. Esperábamos el pesero –ese taxi colectivo que para las niñas Melgar también era una opción de movilidad desconocida– que nos llevaría de ahí al puente peatonal más cercano a la Calle Héroes del 47.
Mientras Candy nos explicaba que era un fenómeno normal cuando se respira aire frío, y que ese vaho se vuelve más intenso a medida que baja la temperatura, me preguntaba si alguna vez dejaría de tener los labios reventados y la piel de las piernas me dejaría de arder, pues el cambio de clima hacía estragos en mí. Por fortuna fueron pasajeros.
En esas circunstancias, contar con suéteres abrigadores se volvió una preocupación compartida y un regalo muy importante entre nosotras. De manera que cuando se acercaba el 2 de febrero, día del cumpleaños de Madre, mi hermana y yo le compramos uno con los ahorros de lo que nuestros compañeros llamaban “mi domingo”, otra novedosa tradición mexicana para las adolescentes migrantes.
Era un abrigo de tela de lana a cuadros, blanco con café caramelo, muy usado -eso lo sabría después – por la gente de las zonas rurales, indígenas y heladas del estado de México y de Michoacán. Y es que de paso a la clase de piano, en una de las calles aledañas al departamento que fue nuestro primer domicilio, en la Colonia Campestre Churubusco, había un puesto de ropa modesta, donde pescamos, emocionadas, el obsequio.
Nuestros primeros suéteres en aquellos meses también fueron sencillos, comprados de emergencia en el súper Gigante que teníamos cerca. El mío era gris, sin chiste, con botones enfrente, y me quedaba largo. Había que atender la contingencia.
Con esos antecedentes, cuando Candy, por sus actividades políticas en el plano de las relaciones internacionales del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), comenzó a viajar, se volvió una obsesiva de los abrigos para sus hijas.
Desde entonces y hasta la fecha, ella nos ha prodigado con diversas prendas para el frío, procedentes de distintos lugares, una práctica que seguí en los años de reportera vagabunda, pepenando chamarras, sacos térmicos, sudaderas, gorros, bufandas y abrigos para los míos.
La memoria de las prendas que entibian el alma, sin embargo, sigue intacta para ese tiempo intenso en que madre nos trajo dos abrigos tejidos inolvidables: uno del Perú tipo pullover; de hilos gruesos, rústicos, verdes y rojos y que yo portaba con gozo en mis años del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), Plantel Sur. Como se colocaban por la cabeza, en el quita y pon picaban un poquito en la cara, pero su diseño de flores y llamas compensaba el peso y las molestias.
El otro suéter de esos años vino de Grecia; era de lana blanca sedosa, con cenefas de color rojo y negro el mío, y azul fuerte y celeste el de mi hermana. De botones al frente, colgaba cual abrigo, y era tan querido por mí que alguna vez se lo presté a una amiga de la secundaria, en señal de confianza y cariño, porque ella me confesó que tenía la ilusión de llevarlo a la prepa 6 por una semana al menos.
Después, cuando Martín y yo ya éramos novios, el delicioso saco griego se convirtió en un cobijo para los dos, una prenda que usábamos alternadamente, junto con un morral azul italiano de lana, en el que estaban estampados Rómulo y Remo con la loba que los amamanta.
En la lista de los suéter de a deveras, con los que sorteamos el frío de esa época de adaptación al tiempo mexicano de los emotivos y emocionantes ochentas universitarios, brillarán por siempre en el recuerdo los tres primorosos de Oaxaca, de pechera y puños bordados, que nuestra madre le compró a una amiga, bajo el plan deliberado de que serían para el uso y lucimiento de las tres.
Eran jersey de tela de lana color negro, blanco y ocre, con botones en el cuello y en las mangas, donde lucían las flores preciosamente hilvanadas en tonos rosas, morados y celestes.
Los usábamos tanto en cualquier estación, diariamente en invierno, y ante cualquier pretexto de viento frío, que por las noches, cuando preparábamos la ropa del día siguiente, Candy, Gilly y yo nos contábamos entre sí cuál queríamos ponernos; era una especie de notificación en la que siempre hubo un buen acuerdo.
Así que en las fotos de la época llevamos indistintamente esos entrañables suéteres oaxaqueños que registran la dulce convivencia que envolvió los años mexicanos de las tres y que dan cuenta del feliz momento en que hicimos nuestro a uno de los mejores climas del mundo, el de nuestra templada ciudad.
















