Con profesores como él uno aprende a transformar el conocimiento en compasión, compromiso y amor por el otro. Sus enseñanzas me han permitido querer ayudar a mis pacientes. Y ahora con mis alumnos a entender los desafíos de la discapacidad.
Hoy por ser tu cumpleaños.
Me presentaron al Dr. San Esteban mucho antes de haberlo conocido. Era el maestro con el que nunca te podías sacar ni diez, ni nueve, ni ocho. Así que el primer día de clases me senté esperando a que entrara cargando libros pesados y dispuesto a impartir la primera cátedra universitaria que yo recibiría. Sin embargo, entró al salón un hombre de mirada cálida, alegre y andar despreocupado. Con las manos vacías y sin evidencias de querer enseñar, se sentó en la mesa. Recorrió el salón con su mirada cálida para preguntar:
-¿Saben dónde se cobija el alma?
Me quedé atónita. Temía contestar por el silencio que inundó el salón pero también porque no sabía la respuesta. Sin importar quien estuviera escuchando, explicó que algunas personas creían que el alma se albergaba en el corazón pero que otros opinaban que habitaba en el cerebro. Esto me causó una gran intriga y ganas de aprender más de él, deseo que perduró hasta el último día que fui su alumna.
El famosísimo y temido doctor Eduardo San Esteban pasó de ser el maestro con el que nunca te podrías sacar ni diez, ni nueve, ni ocho, a ser el maestro amigo, cómplice y con el que te atrevías a preguntar sobre neuronas, la vida, sueños, poesía y libros.
En sus clases el cerebro me quedaba corto para lo que él enseñaba con pasión y humor. Tenía miedo de saber poco cuando quería aprender tanto. Con San Esteban el aprendizaje no se medía con una calificación sino con las dudas que te provocaba el proceso.
No por su andar dulce y su sonrisa desenfadada fue un maestro fácil. He de confesar que no siempre me caía bien. Sus respuestas poco claras, complicaba tus dudas las cuales le gustaba resolver con otras preguntas más largas.
La admiración hacia San Esteban creció a través del tiempo afianzándose y extendiéndose hasta los jardines de mi casa. Él ocupó un lugar fundamental en los momentos más difíciles de mi familia, pero también en los más plenos. Por ejemplo, cuando terminé la universidad y me entregó mi título; cuando me casé; cuando tuve a mi primera hija y junto con Eva la recibieron con una de sus sonrisas cariñosas.
Mi papá lo nombró “Santi Esteban”. Decía que era un santo porque corría a nuestro auxilio cuando lo necesitamos. No había resultado médico que mi padre no pidiera que él supervisara. En las navidades lo llenaba de libros y vinos. Nunca fueron lo suficientemente bastos para corresponder a las generosidades que él nos regalaba. Siempre escuchaba con atención nuestras preocupaciones; siempre le importamos y conmigo siempre le interesa saber si soy feliz.
Se dice que lo que bien se aprende no se olvida. Yo agregaría que lo que se aprende desde la pasión de un profesor que ama lo que hace, se manifiesta en el alumno con la imperante responsabilidad de poner en práctica lo aprendido.
Con profesores como él uno aprende a transformar el conocimiento en compasión, compromiso y amor por el otro. Sus enseñanzas me han permitido querer ayudar a mis pacientes. Y ahora con mis alumnos a entender los desafíos de la discapacidad, no desde la enfermedad que atrapa, sino de la aceptación de la condición que libera cuando se nombra.
San Esteban es y será siempre como agua fresca en el desierto de la ignorancia. Él calma mi sed y estoy segura que la de muchos; siempre con ese toque personal que lo caracteriza y que no se puede calificar ni con diez, ni con nueve, ni con ocho.
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