Ciudad de México, septiembre 2, 2025 02:45
Alejandro Ordorica Revista Digital Septiembre 2025

Ahí viene la A, le sigue la B…

“Lo mismo castillos que imitaban nuestros ensueños, montículos geométricos, preferentemente piramidales, que surcos y carreteritas recolectando infinitos en la imaginación”.

POR ALEJANDRO ORDORICA

El bullicio en nuestras calles amaina, las prisas de los padres que llevan a sus hijos de la mano desaparecen, los puestos de golosinas se mudan de lugar y el tránsito de miles de automóviles apacigua su vértigo. Síntomas, entre otros, que evidencian claramente el cierre de un ciclo escolar, o a la inversa, cuando dan inicio las clases y se rellenan las aulas.

Entre esos ires y venires, mi memoria atrapa con nostalgia aquellos años cuando en la niñez tuve que asistir por primera vez a la escuela y atestiguar el gozo de algunos niños, los menos, que una abnegada asistencia, de los más, sin faltar el lloriqueo de quienes les invadía un sentimiento de abandono o la incertidumbre intramuros.

De la calidez hogareña y los mimos, se transitaba a la obligatoriedad de la asistencia diaria, sentarse fijamente en un pupitre dentro de un salón con niñas y niños desconocidos, tener al frente la severidad de una maestra e intermediada por un tosco escritorio, que sólo a momentos nos hablaba dulcemente, y tras ella como único paisaje el negro pizarrón todavía sin huellas de gis, o si acaso unos recortes de cartón pegados en las paredes laterales simulando florestas y animalias, aunque  sus alegres colores amortiguaran las incógnitas de un primer día de clases en el kinder, como le llamaban allá por los años 40, luego denominado  jardín de niños, y un par de décadas después, con el agregado de un burocratismo formal o preescolar.

En lo personal, mis padres me escribieron en el Federico Fróebel, perteneciente a la SEP, que gozaba de mucho prestigio en el rumbo, más allá de que siendo de orientación laica llevaba el nombre del educador y pastor protestante, de origen alemán, y creador del kindergarten (jardín de niños), quien sostenía que además del juego, el juguete, la creatividad, el desarrollo emocional y el uso de los cinco sentidos o la vinculación a la naturaleza, era esencial guiar a la infancia en la religión cristiana y fomentar su conexión con el Creador. Y la paradoja adicional de que enfrentito, también sobre la avenida de Santa María la Ribera, estaba ubicada la iglesia de Los Josefinos.

Inolvidables, fueron las funciones de un Teatro Guiñol tan prolífico en moralejas, al igual que  la fosa de arena, presidiendo el patio enseguida del portón de la entrada, donde los y las compañeritas construíamos lo mismo castillos que imitaban nuestros ensueños, montículos geométricos, preferentemente piramidales, que surcos y carreteritas recolectando infinitos en la imaginación, o trazando líneas que quizá anticipaban nuestras preferencias o delataban ya señales precoces en la dimensión vocacional… O tan solo esparciéndolas entre nuestras manos, como si fueran relojes de arena improvisados, a fin de ganar tiempo.

Adentro, aprendimos sin estar conscientes del todo, que había que disciplinarse, guardar silencio, sentarse bien, escuchar, seguir instrucciones, canturrear números y letras (nunca al compás de CriCri que fue vedado, si bien lo escuchábamos encantados y con suma frecuencia en casa), distinguir colores y hasta asociar el tañer de una campana anunciando benignamente la hora del recreo, en tanto espacio de libertad e ipso facto ir a comprar algún dulce, sin reparar como hoy en el código preventivo del exceso de azúcares o de los alimentos chatarra, en tanto que no se hablaba de la obesidad, ni la diabetes infantil figuraba como un jinete apocalíptico en aquellos años, aunque predominaba eso si, una sociedad patriarcal y autoritaria.

No asomaba todavía el apellido Montessori. Tampoco, el enunciado de los derechos humanos de los niños de la ONU, que se establecería hasta 1989. Y menos aún, términos aludiendo a la equidad de género, las preferencias sexuales, la pluralidad política, la violencia intrafamiliar, el efecto vicario en los divorcios o los carteles de la droga.

Pero a distancia de los agridulces de la nostalgia, por encima de los pros y los contras de cada época, y desechando el simplismo refranero o los hubieras de que todo tiempo pasado fue mejor, no pueden ni deben soslayarse los socavones sociales del presente, cada vez más hondos y perniciosos en materia educativa, se trate de su baja calidad, la deserción escolar, los libros de texto gratuito parciales e ideologizados, indicadores reprobatorios en cuanto a la comprensión de la lectura, matemáticas y ciencias, escuelas desvencijadas, sindicalismos abusivos que dejan sin clases a miles de niños, rezagos tecnológicos, recortes presupuestales y demás estancamientos y rutas torcidas, a imagen y semejanza de otras realidades funestas.

Y ya que mencioné a Fróebel, válgame rescatar uno de sus apotegmas, como para pensarse y debatir: “No podemos arrancar el presente del pasado o del futuro”.

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