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EN AMORES CON LA MORENA / El algoritmo no llora

“Me pregunto si la Inteligencia Artificial no viene a copiarnos, sino a darnos permiso para dejar de sentir”.


POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

El sol de la mañana entra por la ventana de un café en Actipan y cae de lleno sobre la pantalla de mi laptop. Actipan insiste en recordarnos que fue pueblo, aunque debajo del concreto ya casi nadie lo admita. Entre un edificio recién estrenado y otro en obra gris, aún sobreviven una lavandería vieja, un taller mecánico que huele a grasa y una niña que pasea al perro mientras arrastra una mochila más grande que ella. El barrio respira, todavía.

En ese respiro aparece un mensaje en mi pantalla: impecable, atento, casi afectuoso. Lo escribió una inteligencia artificial. No me alarma que la máquina hable. Me alarma lo fácil que es creerle. La emoción humana viene con fallos: duda, contradicción, torpeza. El algoritmo, en cambio, elimina todo lo que estorba. Y en una ciudad que se moderniza borrando todo rastro de humanidad —vecinos que ya no se saludan, pantallas donde antes hubo ojos—, esa perfección resulta una amenaza.

Los expertos llaman a este terreno affective computing: la ilusión de que la emoción puede desmenuzarse en datos y correlaciones. Una empresa tecnológica lo describe con orgullo: la IA “detecta tristeza” cuando la voz baja una octava o cuando llueven emoticonos de carita caída. Es un modelo estadístico, lo reconocen compañías de Emotion AI: imitación, no vivencia. Como advertían analistas citados por Telefónica Tech, “la inteligencia artificial carece de emociones propias; solamente reproduce las señales que le fueron enseñadas”.

Un estudio publicado en una revista científica indexada en la Biblioteca Nacional de Medicina de Estados Unidos fue aún más lejos: la empatía es un límite de la IA que no se superará mejorando la tecnología, porque el problema no es técnico sino de esencia humana. Una máquina puede insinuar comprensión, pero no ha sentido el temblor de un abrazo que llega tarde. No ha llorado por nadie. No tiene miedo a que una silla quede vacía.

Otros datos corroboran lo que cualquiera en Actipan podría intuir. Investigadores en salud mental encontraron que la gente empatiza mucho más con relatos escritos por humanos que con los generados por IA, aunque no sepa quién los escribió. Y si se revela que fue una máquina, esa conexión emocional se viene abajo. El corazón reconoce lo suyo. Lo que no nace de la entraña, no entra a la entraña.

También hay hallazgos que inquietan: un estudio reciente, publicado por la revista Nature, mostró que en ciertos contextos de crisis algunas personas llegaron a considerar más compasivas las respuestas automáticas que las de especialistas humanos. Pero la compasión que nunca se cansa no es humana. La escucha que no se interrumpe no es vínculo. La palabra que no tiembla no salva.

Actipan es un laboratorio involuntario de esta transformación afectiva. Aquí, donde la señora del pan dulce antes preguntaba por el hijo enfermo y ahora pregunta si tienes Apple Pay, la tecnología se volvió intermediaria de la vida cotidiana. Y en esa intermediación se nos está yendo algo que no volverá. Observé hace un día a un muchacho llorar en silencio frente a su celular. Sin levantar la vista, deslizó el dedo, como si buscara la respuesta justa en una pantalla que jamás lo abrazará.

Me pregunto si la IA no viene a copiarnos, sino a darnos permiso para dejar de sentir. Llorar se vuelve poco eficiente. El duelo, improductivo. La angustia, mala para el rendimiento. Si el algoritmo no se quiebra, ¿por qué tendríamos que quebrarnos nosotros?

Mientras tanto, los chatbots ofrecen compañía. Algunos se venden como terapeutas digitales, listos para escuchar sin juzgar. Investigadores de Stanford han advertido los riesgos: acompañan sin comprender, prometen calma sin responsabilidad, simulan afecto sin historia. Pero muchos prefieren esa compañía que no exige reciprocidad. Da menos miedo. No hay riesgo de que se vaya.

El problema no es que la IA quiera parecer humana. Es que nosotros empezamos a parecernos a ella: respuesta inmediata, emoción sintética, cero silencios incómodos. Pero lo humano está justo ahí: en la pausa que no sabe qué decir; en la lágrima que se escapa; en el error. Si dejamos de aceptar el dolor, ¿qué será de la alegría?

Las preguntas éticas se vuelven personales. Si una IA finge emoción, ¿está manipulando? ¿Genera vínculos falsos? ¿Quién es responsable si un adolescente se aferra a un bot que un día desaparece del servidor? La tecnología no es culpable. Nosotros la dejamos entrar al espacio más íntimo: el lugar donde duelen las pérdidas.

En este café de Actipan, mientras la máquina me pregunta cómo estoy, la ciudad encuentra sus grietas. El panadero de antes ya no está: su local es un coworking donde nadie conoce a nadie. La vecina que regaba geranios tuvo que mudarse; no pudo pagar la renta que duplicó la llegada del progreso. El barrio se queda sin nombres, como si ya sobraran las razones para sentir.

La sociedad ha tratado de domesticar la fragilidad desde que existe: religión, arte, medicina, psicoanálisis. ¿Y ahora la respuesta es un bot con voz suave? Quizá la IA no sea el problema, sino el síntoma de que ya no podemos con nosotros mismos.

Después de todo, ni las máquinas ni la modernidad han conseguido domesticar eso que sentimos cuando algo —o alguien— nos importa de verdad. En la torpeza de amar hay una verdad irrenunciable. Y en la herida hay un recordatorio de existencia. El algoritmo no llora. Nosotros sí.

Por eso, mientras escribo esto sin más compañía que el rumor del barrio que se resiste a volverse dato, Actipan vuelve a respirar. Todavía.

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