“A los South Bay Amigous los he disfrutado como el pan de muerto en noviembre, los chilaquiles en el mundial y mi canción preferida en una boda”.
POR MARIANA LEÑERO
Cuando uno vive fuera de su país, las amistades que se construyen poseen un valor indescriptible: la palabra hermano, compañero, chamo, compadre, pana, cuatacho, carnal, podrían utilizarse para referirse a este tipo de amigos. Sin embargo, merecen un nombre especial que aún el diccionario no encuentra.
Tienen el valor de los rescatistas: aquellos que como ambulancia corren a salvarnos de cualquier accidente y apagar los fuegos de la soledad. Llevan el agua a nuestra sequía interna y nos echan la mano para sacarnos de los abismos que nos atrapan lejos de nuestra tierra.
Se convierten en la extensión de nuestras raíces, aquellas que se arraigan al suelo que nos vio nacer pero que también nos dejó partir. Nos dan prueba de que lo que nos falta continúa y esperanza de que lo que nos dijo adiós nos puede saludar de nuevo.
A los hermanos no se les elige y es muy probable que nunca desaparezcan de nuestra vida. En cambio, uno decide por estos amigos. Su existencia en el presente pareciera eterna porque se sienten como hermanos; pero en el futuro, cuando la vida nos mueve, porque no hay que olvidar que somos como olas en el mar, podemos perderlos.
Gabriel formó parte de uno de los grupos más importantes que he tenido desde que salimos de México: Los South Bay Amigous. Venezolanos, argentinos y mexicanos. Si bien nos conocíamos años atrás, nuestra verdadera amistad inició en el 2014.
En estos años que convivimos, me acostumbré a ellos como el café de la mañana, el agua después de correr y la colchita caliente al comenzar a ver la tele. Los disfruté como el pan de muerto en noviembre, los chilaquiles en el mundial y mi canción preferida en una boda.
Rossana y Mateo, Humberto y Mariana, Gabriel y María Gabriela se convirtieron en los tíos de nuestros hijos y sus hijos en nuestros sobrinos. Nos acompañamos a festivales, Bar Mitzvah, graduaciones, cumpleaños… Lloramos muertes, penamos enfermedades, cargamos mudanzas, soportamos adioses. Entre todos visitamos, enterramos y creamos sueños.
María Gabriela y Gabriel, expertos nómadas, fueron los primeros en despedirse de California. No me acostumbro a nuestra incómoda pausa. Nunca será lo mismo navegar en el rio de la cotidianidad que en el silencio de las aguas de la distancia.
Con ellos disfrutamos el gusto de las grandes y pequeñas cosas y sería imperdonable no mencionar la inolvidable aventura del LA River.
Esta aventura fue el bautizo, la ceremonia de circuncisión, de iniciación o novatada de nuestro grupo. Los que conocen a Gabriel saben que dentro de él existe escondido, o quizás no tan escondido, un guía de turistas, un vendedor de aventuras, un creador de sueños. Antes de que dijéramos que sí a su propuesta, ya teníamos en nuestro mail toda la información referente a LA River expedition: fotos, artículos, itinerario, menú y vestimenta sugerida.
El día de la aventura se apreciaba divertidísimo. Cuál fue nuestra sorpresa que al llegar, el LA River tenía todo menos razones para llamarse “River”: charcote estancado con sutil hedor a mierda, almacén de bacterias, de chanclas dispares, de botecitos de Yakult, envolturas de comida, cadáveres de animales viscosos….
Debería haber una forma de leer críticas reales de esta experiencia, porque las que hay, están llenas de fotos de aventureros felices que disfrutan de un río claro como el agua de la piscina del Hotel Marriot y abundante como el pelo de Rapunzel en los dibujos animados de Disney. De río como pelo de Rapunzel solo recuerdo el de mi comadre Rossana; cuando por querer salvar a su hija de las garras de unas ramas secas que colgaban, no de otro árbol sino de algunos cables por ahí olvidados, dio una vuelta cargada de asco y miedo que la aventó sin misericordia al charco de consistencia cremosa.
Salió despavorida y con cara contrariada. No sabía si llorar, desmayarse o reír al mismo tiempo de las arcadas de asco de aquellos quienes presenciamos la desgracia. Carol estaba a salvo, Rossana no.
Mientras tanto, Marianita concentrada, intentaba mantener el equilibrio de su Kayak color pistache al mismo tiempo que Humberto se peleaba con su casco tamaño niño y se enredaba como pretzel en el Kayak diminuto que le asignaron.
A lo lejos se oyó un grito: –¿Y Emilio?— Emilio había desaparecido. María Gabriela intentaba voltear para todos lados en busca de su primogénito. Sin embargo su chaleco, más grande que su cuerpo, impedía que ésta preocupada madre se moviera con la facilidad que requería tan peligrosa búsqueda.
De un momento a otro vislumbramos a Emilio agitando su remo, no sé si para pedir ayuda o para pegarle al guía. Después de varios chapuzones, mojado y con algas colgando, se encontraba montado con todo y Kayak en un montículo de tierra que le impedía avanzar. Regina, Sofia, Juliana y Alan, desaparecieron remando enjundiosos dispuestos a finalizar la aventura.
-No me dejes, le gritaba temblando a Ricardo, quien no paraba de reír.
Gabriel, con sus lentes amarillos empañados por el esfuerzo, o por el asco o por el susto, nos invitaba, como buen líder, a seguir remando. Inmediatamente Tommy interrumpió esperanzado: –se oye a lo lejos el río. –No seas menso, gritó Mateo, es el freeway.
Nunca encontramos el LA River porque donde estuvimos de seguro no era. Inclusive en partes del trayecto nos vimos obligados a cargar los Kayaks por falta de agua. Lo que sí encontramos fue un evento lleno de anécdotas y olor a mierda. Recuerdos imposibles de olvidar que nos siguen sacando risas.
Eso es lo que sucede con los buenos amigos. Estoy segura que los Zalzman vinieron al mundo para sembrar florecitas a su paso. La despedida con ellos se siente extraña porque es como repetir la despedida inicial cuando dijimos adiós a padres y hermanos. Despedidas como heridas: la primera duele y la segunda y tercera también. Nunca te acostumbras. Quizá con el tiempo aprendes a vivirlas de distinta forma, como el pasar de un río que necesita lluvia, lágrimas, sol, frío y deseos para alimentarlo siempre. Un río libre y limpio, de seguro más limpio que el LA River que visitamos aquellos días.
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