Cuenta la leyenda que Chacho –el original– fue primero fanático en el beisbol de los Diablos Rojos del México y que luego ‘volteó bandera’ y se volvió de los Tigres.
Para Francesc
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Nunca supimos cómo se llamaba. Chacho le decían de cariño los aficionados que se sentaban en las diferentes hileras de gradas metálicas que se sucedían desde el dugout pintado de azul en el lado izquierdo hasta lo más alto del inolvidable Parque Deportivo del Seguro Social, en la colonia Narvarte. Era imposible calcularle la edad por el retraso mental que padecía, pero su ternura –protegida por una gorra en la que se entrelazaban las letras “T” y “M”– seducía como la de un niño perpetuo. Tenía una nariz pronunciada y una mirada sin parpadeo, y cuando se trepaba en la misma techumbre de “la cueva felina” para arengar a la porra de su equipo favorito, ponía la boca en forma de trompa para alternar de manera descompuesta los soplidos a su silbato –que sostenía con una cadenita al cuello–, con el grito que alcanzaba a hilvanar: ¡Tigre-tigre-tigre! De Chacho tomó el nombre aquel mimo de Coyoacán que un día se enfundó en la botarga de un simpático tigre de bengala para convertirse en la mascota más famosa del beisbol mexicano.
Cuenta la leyenda que Chacho –el original– fue primero fanático de los Diablos Rojos del México y que luego “volteó bandera” y se volvió de los Tigres. Media hora antes de cada partido –de todos y cada uno de los partidos en que Tigres jugaba en casa–, se sentaba a esperar el grito de “¡play ball!”, paciente, muy serio y en silencio. No necesitó nunca sonreír para convencer de la forma en que gozaba “el rey de los deportes”, acaso también nombrado así justamente por la calidad de sus aficionados, compuesta de tantas mujeres como de hombres, además.
La mejor muestra de ello pude verla el domingo 4 de julio, el Día de la Independencia de Estados Unidos, que para los Yanquis de Nueva York –el más importante equipo del mundo por la cantidad de campeonatos ganados y sus jugadores de leyenda–, seguramente es la más afortunada coincidencia en una temporada en que van resultando invencibles. Por la línea del jardín izquierdo del muy digno estadio Alfredo Harp Helú, pintada sobre un verdísimo cesped sintético, se llega al último reducto de la pasión felina, que los años de su exilio en Cancún han costado la merma en el número de sus aficionados y el reforzamiento del público de los Diablos, la llamada “marabunta roja”. Aquel es el rincón de la nostalgia. Visto desde ahí el estadio, y las jugadas al revés, da la sensación de que los rugidos felinos son más poderosos que la escandalera de escarlata. Pura ilusión que, dicen los budistas, lo importante es darse cuenta de que es ilusión.
El juego ha resultado histórico para mí no solo porque quedó documentado el peor manejo de un equipo de beisbol, cuando Jesús “Chito” López, un manager “interino” al que a estas alturas ya debió haber despedido la directiva de Tigres –el equipo del que es socio mayoritario el gran Fernando Valenzuela–, permitió que le pegaran a su lanzador abridor tres jonrones y 10 carreras en tan solo la segunda y la tercera entradas. De la lluvia de hits, que con el desarrollo del partido fue emparejando milagrosamente Tigres, surgió la ilusión –otra vez la ilusión– de que ocurriera la más grande hazaña de todos los tiempos y se remontara una tremenda paliza que llegó a tener en el marcador 13 puntos de diferencia. Aquel sueño se fue desvaneciendo, pero no la diversión.
A la esperanza los tigristas la nutrieron con un duelo de porras interminables, a todo pulmón, con algunas decenas de despistados aficionados de Diablos que aparecieron como por accidente del lado contrario al de su equipo. Las mentadas y los insultos “de mentiritas” eran festinados incluso por quienes los recibían, hasta la risotada. En cada episodio de pasión encendida, entre batazos y más batazos en la tarde donde la pelota voló y voló, los rivales terminaban por darse la mano, por abrazarse, por brindar chocando hasta salpicarse sus vasos de cerveza. Qué diferencia con el futbol, de veritas, donde a estas alturas ya se habría armado el combate a golpes.
Mi sobrina Lua volteaba discretamente como no queriendo reír ante tanta leperada y, además, para no perderse de las jugadas, envuelta su cabeza en una chamarra para contener el sol inclemente. Ella, como yo, nunca tuvo el dilema de Chacho: Mi papá y yo la volvimos irremediablemente tigrista cuando le descubrimos el juego del bat y la manopla a sus 11 años de edad, en un partido que disfrutamos también allende la barda limítrofe del campo, pero del Foro Sol, por la zona que recuerda una pintura hermosa de Abel Quezada donde un jardinero levanta la cabeza al cielo esperando que caiga sobre su manopla una pelota que ya no está. Ricardo, mi querido y generoso tío materno presente allí también, fue enlistado en el mismo ejército de aficionados azul-naranja muchos años atrás, y ha sido nuestro fiel compañero en el conteo de las bolas y los strikes.
Ese día, en un estadio atiborrado, faltó sin embargo el pequeño Francesc, mi rival deportivo favorito, tan puesta ya su casaca de los Diablos. Me hubiera encantado verle festejar la paliza que nos pusieron.
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