En una ciudad donde se menosprecia el patrimonio intangible, que tiene que ver con las historias de toda esa gente de cierto tiempo que con nombre y apellido pasó por esos sitios y platicó sus dolores y sus alegrías, resulta un milagro la existencia del Café Villarías, fundado hace 80 años por exiliados españoles.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Yo que desde chaval me aficioné al café, su aroma me llega a las entrañas y me hace recordar momentos que viví… y anhelar otros que no viví. La melancolía huele a café, como plasmó en sus lienzos Van Gogh o como dejaron su leyenda Sartre y Pessoa en los asientos del Café de Flore de París o en el Brasileira, de Lisboa. “Un café bien platicado”, es la frase que se le adjudica al Gabo para definir el acompañamiento de los sorbos de esta bebida psicoactiva y básicamente amarga, con las tertulias en que los parroquianos se van volviendo adictos al establecimiento de su cuadra, de su barrio; una costumbre que en México es más limitada a ciudades con mayor influencia española, como es el caso de Veracruz y su Café de la Parroquia.
Es extraño que mientras México es un país productor de primera categoría, y que nosotros mismos nos engañamos con la idea de que no igualamos a Colombia en su calidad “de altura” –y que por lo mismo no falta quien paga el doble de precio por permitirse del gozo del estatus—, sean los europeos, particularmente los italianos, quienes inventaron unas máquinas con las que aprovechan mejor los tonos e intensidades de dicha bebida, a base de presión de agua. Y sobre todo que haya mucho mayor costumbre en su consumo.
Las ciudades españolas, por ejemplo, son ricas en la tradición del café, donde uno como turista se deleita con el humor involuntario de los lugareños que ahí se reúnen. En un viaje por el norte de España en los prolegómenos del otoño de 2019, con Arantxa descubrí que en Gijón, una ciudad con mar pero fundamentalmente industrial, lo que realmente deslumbra es su maravilloso pero muy pequeño casco antiguo… y un café. Bueno, eso ocurre cuando uno no sabe y es el caminar el que lo lleva a encontrarlo: El Café Dindurra, que era el nombre del teatro adyacente que hoy se llama Jovellanos. Una joya que, ahora me entero, se ha convertido en el más antiguo por ser el sobreviviente entre muchos otros cafés que con reminiscencias parisinas y londinenses surgieron en una época de bonanza económica en la ciudad. De estilo ecléctico primero y luego transformado en 1931 al ambiente decó, es una lindura donde sus columnas de hierro fueron recubiertas con molduras de escayola en forma de flores.
Y así, caminando con mi padre por las calles de nuestro Centro Histórico hace unos días, redescubrí otro tesoro de origen ibérico, que fue fundado por los exiliados españoles hace exactamente 80 años. En una ciudad donde se menosprecia el patrimonio intangible de la misma, que tiene que ver con las historias de toda esa gente de cierto tiempo que con nombre y apellido pasó por esos sitios y platicó sus dolores y sus alegrías, resulta un milagro su existencia. No es el Dindurra por su arquitectura, pero lo increíble es que pude confirmar que la decoración es la original y que mucho de ella tiene que ver con los sueños rotos de la República Española.
Se trata del Café Villarías, ubicado desde siempre en la esquina de López y Ayuntamiento. Los mismos escritorios grises, las mismas banderas con el distintivo morado, la misma esculturita en bronce de Lázaro Cárdenas, las mismas fotografías colgadas en la pared detrás del aparador. Una vieja máquina de escribir, una pila de libros antiguos, los molinos, el tostador… todo. “Casi que te puedo asegurar que está como el primer día, tal cual”, dice Karen Villarías, la nieta del fundador, don Leoncio Villarías.
Tuve la fortuna de contar con el testimonio de Karen desde su actual residencia en Valencia, España. Para empezar, ella nació arriba de la cafetería, en el mismo edificio de Ayuntamiento y López, a poca distancia de la avenida Juárez y por los rumbos de la Alameda Central. En el edificio contiguo se encontraba el Centro Republicano Español, cuya existencia la recuerda una placa. Allí se reunían los refugiados, los varones para albergar la esperanza de una “inminente muerte” del dictador Francisco Franco (el cartonista Abel Quezada solía dibujarlos con el dedo índice desgastado de tanto golpearlo contra la mesa mientras decían: “Este año sí que se muere”). Las mujeres para jugar canasta, los jueves. Los pocos amiguitos de la zona que trató Karen de niña– que cursó la primaria en el Colegio Madrid— fueron con los que jugó en ese lugar.
“El café Villarías fue como un símbolo de la lucha de los republicanos españoles en México, una muestra”, cuenta Karen. “Todo alrededor estuvo el mayor porcentaje de los refugiados. Fue el símbolo de cómo desde el exilio se comenzaba de cero, desde no tener ni para comer y luego lograr un negocio que con mucho esfuerzo y mucho trabajo te daba para vivir”.
En 1949 murió el abuelo y se quedaron a cargo del negocio Juan y Cuco. El primero se casó con Conchita Cibreiro, la mamá de Karen que hoy vive en Valencia a los 89 años de edad, y que entonces era una chica también exiliada española que un día llegó al café y fue contratada como cajera.
Luego ríe al recordar cuando su padre le contó que alguien le hizo la broma de que el café era como la embajada de la República Española en México porque no había refugiado que no tuviera que ver con el establecimiento. “Siempre que yo iba al café veía a algún amigo de mi padre, hablaban de la guerra, leían el periódico, todos pasaban y se saludaban”.
Don Leoncio, su abuelo, tuvo antes de la Guerra Civil en Santoña, lugar a 20 minutos de Santander, una fábrica empacadora de anchoas, Conservas Villarías. El símbolo de ese negocio eran tres pescados entrelazados. Al estallar la guerra su familia tuvo que dejar el país. El matrimonio con cinco hijos llegó primero a Veracruz, donde vivieron unos años, y más tarde a la calle de López, en Ciudad de México. Sin contar con dinero, don Leoncio pidió trabajo entonces en Cafemex, un establecimiento que ya se encontraba en la planta baja del edificio en que vivían: la esquina de López y Ayuntamiento. El dueño de ese café era un mal negociante que se endeudó y pensó en cerrarlo. Entonces fue que al señor Villarías se le ocurrió proponerle que le dejara el negocio con todo y las deudas.
Y así surgió en 1942 el Café Villarías, cuyo símbolo es hasta ahora el de tres granos de café entrelazados, emulando aquel logotipo de la empacadora de anchoas. Por las edades que tenían los hijos, quienes entraron a trabajar con él fueron Juan, papá de Karen, y Leoncio, a quien llamaban Cuco. Fue un principio muy difícil, sobre todo por las deudas. Pero algo que paradójicamente ayudó al negocio es que con la falta de alimentos en España al término de la Segunda Guerra Mundial, a Juan se le ocurrió empacar granos y conservas para exportar a la península ibérica desde el mismo expendio de café. Se hicieron miles de envíos por avión. Con eso se pagaron las deudas y a través de los años les empezó a ir muy bien, a pesar de que solo se vendía el grano para llevar.
En 1949 murió el abuelo y se quedaron a cargo del negocio Juan y Cuco. El primero se casó con Conchita Cibreiro, la mamá de Karen que hoy vive también en Valencia a los 89 años de edad, y que entonces era una chica también exiliada española que un día llegó al café y fue contratada como cajera. Karen le pidió muchas veces a su papá permitirle trabajar en el café, pero nunca aceptó. Contestaba firmemente que el día en que muriera uno de los dos hermanos se vendería el negocio y se dividiría el dinero entre las dos familias.
En 1998 a Juan le diagnosticaron bronquitis crónica; el médico le advirtió que el humo del tostador del café le hacía daño y entonces se fue a vivir con su hija a Veracruz, aunque regresaba a checar el negocio de vez en cuando. Entonces se quedó como encargado Cuco. En un extraño episodio que Karen no logra entender hasta la fecha, al final fueron los hijos de un segundo matrimonio de Cuco quienes heredaron el emblemático café. “Fue algo muy doloroso, muy duro”, dice mientras da la confianza a su interlocutor para escribirlo. En el 2005 murió Cuco y literalmente días después murió Juan, el 19 de junio del 2005, justo después de enterarse que había perdido la propiedad del café. “No pudimos recuperar nada. 50 años de mi papá detrás de ese mostrador quedaron borrados”.
Pero yo creo que Karen se equivoca. La sensacional historia del Café Villarías forjada por su abuelo, su tío y su padre como un ícono del refugio español en México, prevalece en la calle de López cada vez que se esparce ese aroma exquisito, varias veces al día, tras la humareda que emana de un enorme tostador, el mismo de su vida entera.
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