En la demarcación juarense hubo palmeras desde que el rey etíope Haile Selassie donó en 1954 las primeras, que fueron colocadas en la avenida Xola.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Me emocionaba cuando aparecían las palmeras e imaginaba el mar atrás de ellas. Íbamos en el Estrella de Oro, que en aquellos tiempos hacía siete horas a Acapulco y para mí era un suplicio, pues ya con mis piernas largas era imposible encontrar acomodo y descanso. No fue el autobús para mí nunca un medio de transporte que disfrutara, como sí los trenes donde me imaginaba como el personaje de una película o en esas escenas míticas de la familia que conocí por la tradición oral, las de Europa y las del puerto de Veracruz.
Pero ese fastidio del camión era compensado con creces cuando descubría las palmeras, esas con sus frutos de coco nuciferas. Eran las palmas que anunciaban la llegada de las vacaciones alegres. En otros veranos, aunque no se me descubrían en el azoro porque lo primero que notaba al acercarse el barquito al muelle era el restaurante de mi bisabuelo, las palmeras flanqueaban el encantador paseo de la casa de mis tíos en isla Mujeres, hacia la Punta Norte, con la arena ardiendo y yo poniendo mis pies sobre los de mi papá para no sufrir el dolor.
Muchos años después, ya jovencito, volví solo a aquella isla paradisiaca y me encontré con un panorama tan desolador que me llevó a la infinita tristeza. No fueron buenos días esos en los que descubrí que el huracán Gilberto prácticamente había acabado con las palmeras y lo había convertido en un lugar irreconocible, sin sombras y sin la agitación de esas sombrillas naturales que con el aire acariciaban mis sentidos.
Algo así siento ahora, cuando la ciudad, mi amada Ciudad de México, se va quedando sin nuestras palmeras, esas que se asemejan a aquellas pero que no dan cocos, originarias de las islas canarias, que le daban a la urbe el ambiente tropical digno de la capital del mundo que lo tiene todo más que ninguna. En mis terruños surge la congoja.
Hace unos días conté siete palmeras muertas solo en el parque de Tlacoquemécatl, en la colonia del Valle. La plaga de un hongo, dijeron primero; luego que un insecto llamado picudo roio, contra la que supuestamente no hay remedio hasta ahora aunque sí lo conocen en España. Mueren poco a poco, decayéndose esa sombrilla hasta cerrarse como un paraguas para guardar en el clóset. Hasta quedar pelones por completo sus estípites, que son sus troncos. Quedan como tótems cuya artesanía de hojuelas duras ha sido tallada por la naturaleza.
En la demarcación juarense hubo palmeras desde que el rey etíope Haile Selassie donó las primeras, que fueron colocadas en la avenida Xola (cuya estación del Metro conservará al menos el ícono de la palma si no llega otra Claudia a cambiarlo por capricho). De allí aquel homenaje que se hizo al país africano poniendo su nombre a una glorieta. Recuerdo una Navidad durante el sexenio de Marcelo Ebrard en que los vecinos acamparon para defender las que había en el Eje de San Antonio, amenazadas con ser derribadas por la construcción de una nueva línea del Metrobús. Su pasión es imposible para salvarlas ahora. 75 de esas palmeras habían sido trasplantadas justamente desde Xola por la construcción de los ejes viales a las inmediaciones del parque Las Américas, a lo largo de las calles Vértiz y la Diagonal San Antonio. Hoy están muriendo todas.
Nos estrujó el alma al ver las imágenes que el fotógrafo Francisco Mata compartió en un video del momento en que caía por las sierras una de las palmeras de Vértiz, apenas el 27 de julio.
Inicialmente todo pareció una sola pérdida, irreparable sí, pero muy localizada: la de la palma centenaria de la glorieta de Reforma que lleva su nombre y donde el gobierno capitalino ha fracasado en su intento por reemplazarla por un fresno. Acudimos mi chica y yo a despedirnos de ella un día antes de que la retiraran, no se me olvidará nunca. Nos tomamos una foto que nadie podrá borrar. Después llegó la debacle toda, por todas partes, desde Camarones, en Azcapotzalco, hasta Coyoacán. Por doquier.
El más reciente episodio de la tragedia que descubrí, por cierto, fue justo adentro de los Viveros de Coyoacán, en un área un tanto escondida, donde no menos de veinte ejemplares han caído en desgracia y otros ejemplares esperan su hora. Ya sus falsos troncos han sido cercenados. Cuando los observo, pienso en cómo la muerte puede ser tan estética. En ese museo viviente, de tan diversas especies arbóreas, faltará la suya. Esta ciudad nunca volverá a ser la misma.
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