La niña nos cuenta que solía ir a jugar a la casa de Inés Amor con los hijos de la promotora artística y que allí podía ver la presencia temporal de obras de tales genios. Hoy es posible redescubrir el lugar, gracias a que en el lugar han puesto el “café terraza” Cle, donde sirven pan delicioso frente al huerto original .
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Hace 25 años llegué a vivir a la colonia Tlacoquemécatl Del Valle, a un pequeño departamento de apenas 50 metros cuadrados ubicado en la calle de Fresas –a unos pasos de mi trabajo, en la revista Proceso—, que era propiedad de quien fue la primera mujer cineasta mexicana, Matilde Landeta.
Doña Matilde tenía su casa justo a la vuelta, en la calle Tlacoquemécatl 67, que antes se llamó Cerezas. Su insólita decisión de dedicarse al cine en una época imposible para las mujeres la llevó incluso a distanciarse de su familia, pero ella había quedado deslumbrada irremediablemente por este arte desde que a los 14 años de edad vio, durante un viaje a Estados Unidos, la película Old San Francisco. De su prolífica labor da cuenta su paso por 70 películas mexicanas y la escritura de un centenar de guiones para la televisión estadounidense, ello a pesar de una historia marcada por las dificultades y los vetos profesionales. La pude tratar algunas veces, gracias a la necesidad de firmar el contrato anual de mi renta, que por cierto era bajísima cuando la zona era ya muy costosa, aunque la cineasta prefería que el inmueble de cinco departamentos fuese habitado por la gente de confianza de Proceso, bajo la bendición y protección de quien de niña vivió en su casa y gracias a quien puedo ahora rescatar parte de esta historia.
Recuerdo poco del interior de la casa de Matilde Landeta, pues su presencia y carácter, definidos por su ronca voz y su mirada adusta (que, deduje desde el principio, se forjaron en las inclemencias de un país machista en el que le tocó abrir la brecha para ella y muchas otras mujeres) me impedían husmear en los alrededores. La recuerdo sentada en un sillón magnífico pero sin las pretensiones ni joyas de una María Félix; su edad octagenaria era más bien descubierta por las arrugas en el rostro que por su brillantez mental, que ya podría haber sido la de una persona cuarenta años menor. Frente a ella, como La Doña, estaba su auto retrato. Era una casa amplia y un tanto recargada de chunches, con jardín al frente, que bien podría haber sido el set de una película suya de los cincuenta, con sus muebles antiguos. A pesar de que en su vida trató a la crema y nata de la intelectualidad (fueron sus entrañables amigos la actriz, escritora, bailarina, directora de teatro y maestra de actuación, Stella Inda, y los dramaturgos Hugo Argüelles y Carlos Olmos) no tenía más arte de valor que dos obras de Ricardo Regazzoni, su sobrino.
Era algo extraño, pues rentaba la casa de al lado a Inés Amor, la dueña y fundadora en 1935 de la legendaria Galería de Arte Mexicano, la más antigua del país. Por las paredes de la GAM pasó la obra de artistas como Rufino Tamayo, José Clemente Orozco, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Juan Soriano, los hermanos Rafael y Pedro Coronel, María Izquierdo, Dr. Atl, Manuel Rodríguez Lozano, José Chávez Morado, Alfredo Zalce, Ángel Zárraga, Leonora Carrington, Gunther Gerzo, Cordelia Urueta y Raúl Anguiano.
Convertida en crítica y experta, en la historia del arte mexicano no se puede soslayar el nombre de Inés Amor. Era implacable en sus juicios sobre los artistas y encañonaba, como Matilde Landeta, ante la petulancia de los hombres. De Diego Rivera contó: “Tengo la idea de que a mí me descubrió Diego, de que él fue quien primero se dio cuenta de mis posibilidades y quien se ocupó mucho de encarrilarme, claro, con la pretensión de que yo le sirviera siempre. Pretendía mangonear en la Galería, yo tenía veintitrés años y no me dejaba, le decía: Se da el caso de que yo, Diego, dirijo la Galería y no usted”.
La niña nos cuenta que solía ir a jugar a la casa de Inés Amor (en el 67-A) con los hijos de la promotora artística y que allí podía ver la presencia temporal de obras de tales genios. Hoy es posible redescubrir el lugar, gracias a que en el sitio han puesto el “café terraza” Cle, donde sirven pan delicioso frente al huerto original. Entre las mesas sobrevive una palma canaria, cuya raíz ha invadido su propio tronco con formas agusanadas, lo que revela una auténtica –y penosamente efímera— obra de arte.
De frente a la izquierda está lo que fue la casa de Inés, adyacente a la de Matilde, y al fondo hay otra construcción, custodiada por el árbol añoso con el que uno imagina que Inés gozó sus tardes, que hoy sirve para la producción culinaria del negocio y que entonces era un gallinero y la covacha de utensilios de mantenimiento. En el costado poniente del terreno hay una peculiar casa de una sola planta, con terraza y aspecto un tanto funcionalista, sobria aunque con el suficiente color para agradar, que conserva sin embargo su fachada del pueblo originario (San Lorenzo Xochimanca), con marcos de ventanas de madera, en su acceso por la calle Fresas. Allí vivió algún tiempo, cuando joven, Bernardo Sepúlveda Amor, sobrino de Inés, que luego fue canciller.
La niña –nuestra niña— fue la que jugaba con la niña rica de la casa, Mariana Pérez Amor. “Era yo una niña de compañía”, precisa. “Yo era de confianza, me dormía muchas veces en su casa e iba de vacaciones a Cuautla”. Otro niño pobre jugaba con Juan, hermano de Mariana. “Con la ayuda de un carpintero, Inés construía un Nacimiento diferente cada Navidad”, cuenta la niña. “Éramos testigos de cómo le daba forma como una verdadera obra de arte. Nos pedía sacar cada figura de sus cajas”.
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