Libre en el Sur

EN AMORES CON LA MORENA / Animales de Bharat

A pesar ser muy diverso, no hay territorio en India en que los animales sean ajenos a la vida religiosa

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Para Phillip, con un abrazo.

Era octubre del 2012. Estación del tren de Pathankot, el lugar de Punjab en que habitan los célebres Sikhs. Con el equivalente a una quinta parte de la población total de México, entre 24 y 28 millones, son la etnia más guerrera, pues tuvieron que pelear el territorio con los musulmanes. Finalmente Gandhi cedió el territorio de Pakistán a los árabes y a los sikhs se les garantizó una vida en Punjab.

A pesar de ser muy diverso, no hay territorio en India –que en realidad lleva de nombre espiritual de Bharat (que en sanscrito significa “lugar donde hay luz”)–, en que los animales sean ajenos a la vida religiosa. Según la tradición, a Buda se le apareció una cobra que se posó en su cabeza para protegerlo de la lluvia. Los monos son la representación de la devoción a la divinidad. Lakshmi tiene elefantes y es la diosa de la prosperidad. Sarawati tiene pavoreales o cisnes que simbolizan la pureza. Las vacas son consideradas “la madre”.

En muchas ciudades de India las vacas pasean por las calles. Me sorprendió en Rishikeh, un lugar a los pies de los Himalayas y cercano al paraíso, donde corre limpia el agua del Ganges, que en las noches las calles estuvieran atestadas de estiércol pero a la mañana siguiente aparecieran, como magia, limpísimas. Allí, donde está prohibido comer pescado del río, los Beatles acudieron a un ashram, en célebre y controversial pasaje de su historia, un sitio actualmente en ruinas habitado por babas que viven en la renunciación y cuelan a los turistas ante el riesgo de encontrar en esa selva animales salvajes. Rishikesh es uno de los lugares más sagrados de todo el país, donde se dice que estuvo Jesucristo en una cueva en la etapa de su formación, donde habría aprendido del budismo.

En Rishikesh entré a un pequeño establecimiento que en Ciudad de México sería muy parecido a los tendajones o tienditas de abarrotes. No recuerdo de qué platicó el vendedor, que amable me puso una silla. Pero repentinamente brinqué del asiento cuando se atravesó un ratón. Con una sonrisa pícara, para ahuyentar al animalillo él tomó una escobilla hecha con un pasto llamado Kusha Grass –que simboliza la felicidad y sobre el que meditaba Buda– que los indios usan para limpiar sus casas.

Ganesh, una de las deidades más queridas tanto en India como por los seguidores de la yoga y el hinduismo a nivel global, se representa con cabeza de elefante y acompañado de un ratoncito. Figuras de Ganesh suelen colocarse a la entrada de los templos y de las casas porque es quien libra de los obstáculos, y el ratoncito es, en el caso, una versión primitiva de la mente que es usada por el dios para aquietar los pensamientos de la gente, cuando van de un lugar a otro y vuelven de manera recurrente.

Difícil concebir en el lado occidental de la tierra que existe un sitio donde habitan unas 20 mil ratas, a las que se considera sagradas. Es el templo de Karni Mata, considerado uno de los más curiosos del mundo, ubicado en la ciudad de Deshnoke, en Rajastán, una región del desierto con reyes que aún habitan sus palacios sin tener suficiente dinero para mantenerlos. En Internet se pueden encontrar decenas de fotografías en que aparecen niños juagando con los roedores o alimentándolos. Según la tradición, la diosa Karni Mata –reencarnación de la diosa hindú Durga (diosa del poder y de la victoria)— pidió a Yama, dios de la muerte, que le devolviera la vida a uno de sus hijos. Tras serle negada la petición, Karni Mata hizo que todos sus descendientes reencarnaran en ratas al morir y así dejó a Yama sin sus almas humanas a modo de venganza. Las ratas de color blanco gozan de mayor prestigio, pues se les considera encarnaciones de la diosa Karni Mata y sus hijos.   

Decía que me encontraba en la estación del tren de Pathankot, en Punjab (“lugar de los cinco ríos”, en que se encuentra el impresionante Templo Dorado de los Sikhs). Una estación vieja, inglesa y congelada en el tiempo, como en una película. Uno de los retos que sabía que debía afrontar en mi viaje a la India sería el de las ratas, a las que me podría encontrar, según me advirtieron, hasta en el cuarto de un hotel. Mientras mi primo Phillip me ofrecía un chai quedé como hipnotizado cuando descubrí que decenas de ratas, centenares más bien, se paseaban por las vías. No pude despegar mi mirada del espectáculo, atónito: las ratas salían de sus guaridas, sigilosas, tras el paso por el andén de algún ferrocarril; poco a poco, con tiento. Meneaban sus cabezas como explorando el territorio, se multiplicaban cada vez, sin miedo alguno, descaradas. Solo cuando llegaba otro tren desaparecían apresuradamente. Y así, una y otra vez. Ese día de octubre de 2012, curé al menos parcialmente mi fobia a las ratas, tal vez por sobredosis.

Al pernoctar en el vagón del tren con rumbo a los Himalayas, Andrea, una acompañante argentina, vio correr por el pasillo un pequeño ratón. ¡Era un Mickey!, dijo tiernamente asustada. Fue la manera que encontramos a partir de ese momento de sobrellevar nuestro choque cultural.    

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