Libre en el Sur

Los árboles de la vida

Íbamos en el metro de la línea azul, hacia la estación Normal, cuando revisando cada bellísimo ícono de la ruta nos platicó de que ese dibujo de Popotla era el ahuehuete en el que el conquistador había llorado su derrota. Reímos a carcajadas. Estábamos descubriendo la narrativa azteca de nuestras nuevas vidas.

POR IVONNE MELGAR

Crecimos entre poemas que dibujaban a El Salvador como una postal de sus volcanes, una fotografía de atardeceres luminosos.

Y aunque, gracias a mi padre, cuando hablábamos de recitar debía hacerlo con Rubén Darío justificando al lobo en voz de San Francisco de Asís o reclamándole a Roosevelt la futura invasión sobre la América ingenua, en las aulas de mi escuela se imponía el romanticismo de Alfredo Espino.

Alguna vez, también a iniciativa del profesor Luis Melgar que en casa extendía sus enseñanzas literarias, rompimos el guión de la lírica del paisaje con Patria exacta de Oswaldo Escobar Velado en aquella primaria pública de niñas Antonia Mendoza, ubicada en el centro de San Salvador, y donde pensaba, o acaso era una ilusión, que declamar sería el verbo imprescindible de mi vida.

Pero al margen de las lecturas que nuestro padre nos dejaba de tarea, en el pulcro salón de clases de la señorita Antonieta Salazar Clará, mi maestra durante los seis años de formación primaria, la excelencia en el aprendizaje incluía pasar al frente de las compañeras para interpretar, cada una a su modo y con intensidad sentimental, dos poemas de Espino: El nido y Árbol de fuego.

“Es porque un pajarito de la montaña ha hecho/en el hueco de un árbol su nido matinal/que el árbol amanece con música en el pecho/como si tuviera corazón musical”, eran los versos indispensables de la estética escolar y hoy que los repaso creo que escuchar a tan temprana edad esa pulida lírica en algo debió contribuir para que El Salvador fuera un país donde los poetas brotan de tal manera que debe ser uno con las mejores tasas de autoproclamados trovadores.

“Si el dulce pajarito por entre el hueco asoma/para beber rocío, para beber aroma/el árbol de la sierra me da la sensación/ de que se le ha salido cantando el corazón”.

Así concluía el más declamado poema de nuestra infancia, un fraseo obligado para las niñas de la escuela Mendoza que ya incursionadas en el tarareo de la declamación íbamos a los versos de Árbol de fuego: “Son tan vivos los rubores/de tus flores, raro amigo/que yo a tus flores les digo:/corazones hechos flores”.

Contemplando las calles de San Salvador en el autobús de la ruta 11 que nos llevaba al Centro, mi madre, Candelaria Navas, no se cansaba nunca de alertarme de cómo iban floreciendo los árboles del camino, destacando los que conmovieron al poeta Espino, y el preferido de ella, el Maquilishuat, símbolo nacional.

A las alertas urbanas se sumaron las íntimas de mi abuela materna, Angélica Turcios, cuando los palos de mango se cargaban de más, cubriendo el piso de tierra con decenas de frutos que sus nietos juntábamos con la alegría del fin de semana en esa quinta enclavada en la ciudad, pero que nos hacía sentir la frondosidad del monte, inventar que visitábamos un bosque, imaginar el infinito de la selva, oler los troncos, pisar las hojas secas y ver cómo la noche cae oscura sin miedo entre los árboles conocidos.

Cuando llegamos a México, mi madre nos llevó a Ciudad Universitaria para que disfrutáramos de sus caminos, avisándonos que ahí las jacarandas eran inigualables. Y así lo comprobamos bajo la generosidad de su florecimiento entonces y después como alumna en el viejo anexo de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM).

Hubo sin embargo un árbol singular del que nos contó con esa pícara felicidad que generaba entre los suyos la leyenda negra de los vencidos contra unos supuestos imperdonables españoles: el de “La noche triste” de Hernán Cortes. Íbamos en el metro de la línea azul, hacia la estación Normal, cuando revisando cada bellísimo ícono de la ruta nos platicó de que ese dibujo de Popotla era el ahuehuete en el que el conquistador había llorado su derrota. Reímos a carcajadas. Estábamos descubriendo la narrativa azteca de nuestras nuevas vidas.

Ya en los noventa, cuando Martín Beltrán y yo cumplimos nuestro primer aniversario de oficial matrimonio civil alentado por mi hermana Gilda y mi madre –ya que estábamos unidos libre y voluntariamente desde unos cuatro años atrás–, él llevó a casa el más hermoso árbol de la vida que pude tener, una artesanía de sólido barro crudo con algunas pinceladas de color, y que se mantuvo intacto por casi tres décadas, hasta que nuestra perrita Natasha lo quebró involuntariamente, cuando perdió la vista, en sus dolorosas últimas horas.

Hay otros árboles que me acompañan en los recuerdos del este gracias vida verde que he tenido: esos a los que cantaron Silvio Rodríguez y Roy Brown en un disco que tuvimos y que tantas madrugas de farra aligeró y que seguro se perdió en una mudanza: “Estos árboles/ le dan albergue a la opinión/desamparada que tan elocuentemente/cultiva la anonimia/ donde la madera verde de la lluvia/ le brota en llamaradas/ por los dedos”.

Los dos almendros de la banqueta de la casa de mis padres en San Salvador, esos que el joven Mario Sarabia nos regaló hace medio siglo, siendo unas varitas, antes de su temprana inmortalidad y que ahora enmarcan el cuadro matutino de los buenos días cuando tenemos la dicha de despertar con ellos.

Y el del poema de Mario Benedetti que leímos, entre el vino, los recuerdos y la gratitud de estar juntas madre, hermana Gilda, sobrina María Paula y yo en una madrugada neoyorquina, después de haber llorado de felicidad frente a los jardines del Botánico de Brooklyn: “No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes/pero el Jardín Botánico es un parque dormido/en el que uno puede sentirse árbol o prójimo/ siempre y cuando se cumpla un requisito previo/Que la ciudad exista tranquilamente lejos”.

Tengo ahora un árbol consentido que se siente techo, farol, sombrilla y me atrevería a decir que terraza improvisada del café de mi Unidad Habitacional, en medio del asfalto –y no como quisiera el poeta uruguayo– pero que en las tardes fronterizas con la noche, mientras converso con alguno de mis hijos, me devuelve a la declamadora que quería ser de niña, recitando a Benedetti: “No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes /pero cuando la lluvia cae sobre el Botánico/ aquí se quedan sólo los fantasmas/ Ustedes pueden irse/Yo me quedo”.

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